Sé que este escrito va a sonar muy fifí. Estoy consciente de que vivo una situación de privilegio. Sin embargo, quiero contar mi historia para que vuele como una más entre miles y millones de otras, como una de esas innumerables langostas del desierto que han azotado al mundo, entre otras muchas desgracias, en este sorprendente 2020.
Empezaré, pues, en enero: la primera vez que me enteré de que había un virus coqueteando con convertirse en algo de alto alcance fue por un periódico que leí cuando acababa de aterrizar en Singapur. “En China seguramente van a controlar todo rápidamente”, pensé. Pero con el paso de los días las noticias sonaban cada vez más inquietantes, y el virus cada vez más feroz e incontrolable. Diez días después, camino a México, las noticias eran de tal gravedad que yo hasta regresé contenta, pues la llegada del virus a Singapur era, sin ninguna duda, inminente.
Pero en México las noticias no dejaron de inquietarme. Recuerdo claramente el día en que vi una gráfica logarítmica y entré en shock al darme cuenta de que (¡increíble!) era probable que fuéramos a llegar a los veinte mil casos. Lejos estaba de pensar que siete meses después, al escribir esto, estaríamos llegando a los diecinueve millones.
La siguiente etapa para mí fue un viaje profesional que hice en febrero a Buenos Aires. La situación en Europa se estaba saliendo de control y yo de hecho cuestioné la pertinencia de viajar en esos momentos. Pero profesionalmente ese viaje era muy significativo. Además, primero viajaría yo, y a los pocos días me alcanzaría mi familia para pasear en Argentina.
Llegué allá con cierto resquemor, pero todavía sin negar el abrazo fuerte y efusivo a mis colegas latinoamericanos. Pero poco a poco todo en la conferencia se volvió tenso. No ayudaba que una europea se la pasaba tosiendo y afirmaba “es asma, no coronavirus” (todavía no le decíamos COVID-19). Como si el tener asma garantizara que esa tos no se debía al temido virus. El último día de la conferencia, alguien comentó que antes de ir a Buenos Aires, la señora había regresado de un viaje en China.
A los pocos días, fui a recibir a mi familia al aeropuerto de Ezeiza y esa misma noche, arropando a uno de mis niños para dormir, me informó muy serio: “Mamita. Mira la luna. Ella me dio un mensaje. Me dijo que el mundo va a pasar por un cambio muy grande, como una serpiente que va a cambiar de piel. No hay que tener miedo”. Sonrió y se durmió a los pocos minutos.
Pasamos unos días felices entre tango, alfajores y montañas, pero en el viaje de regreso a la pequeña ciudad donde vivimos empezaron a complicarse las cosas. ya veníamos con mascarillas, ya nos aplicábamos gel cada vez que ¡oh espanto! tocábamos alguna superficie extraña, ya nos poníamos nerviosos al oír toser en el avión, ya echaban espray desinfectante a nuestro paso.
Pronto se identificó el primer caso en México y a los pocos días anunciaron la suspensión de clases durante tres semanas. En ese momento pensé que sería un situación muy complicada para mí, pues justamente acababa de empezar un proyecto de investigación muy ambicioso y para su éxito yo contaba con trabajar prácticamente sin interrupciones mientras mis niños estaban en la escuela. “¿Ahora cómo le voy a hacer esas tres semanas?” Lejos estaba de imaginarme que no serían tres semanas, sino todo el 2020.
Mi esposo pronto empezó a trabajar desde casa. Yo diría que se encargó de que los niños siguieran las clases y entregaran las tareas en un 85%, además de que siempre nos hemos repartido el trabajo del hogar. Así que donde la mayor parte de las mujeres, durante la pandemia, han enfrentado más barreras que antes, en mi caso y a pesar de su enorme carga de trabajo, fue de hecho mi esposo quien que retomó la mayor parte de los cuidados de los niños y del hogar. Lo agradezco enormemente, pues solo así pude dedicar el tiempo y esfuerzo que requería para sacar mi proyecto profesional adelante.
Hasta ahí, íbamos llevándola bien. No pasó mucho tiempo para enterarme de que algunas amistades en Europa tenían COVID-19. Un conocido falleció; amigas y sus compañeros empezaron a perder trabajos.
Conforme aumentaban los casos y el porcentaje de decesos en México, empecé a sentir una angustia cada vez más difícil de ahogar en el trabajo. Tomábamos todas las precauciones y nos tranquilizábamos pensando que si aun así nos enfermábamos, no pasaría a mayores. Pero la realidad es que también he sabido de gente de nuestra edad que ha tenido complicaciones y fallecido. Me entró el pánico no en sí de morir ni de quedar con secuelas, sino el horror más grande de todas las madres: el dejar a los hijos huérfanos.
Tuve entonces una conversación difícil con mi compañero, que empezó más o menos así:
- Amor, tenemos que hablar. Tenemos que hacer planes. ¿Qué pasa si nos da el COVID y nos enfermamos los dos?
- Nos estamos cuidando para que no nos dé. Y si nos da, estaremos suficientemente bien para hacerle una sopa a los niños y sobrellevarla en la casa.
- Pero ¿qué pasa si nos tienen que hospitalizar? ¿Quién va a cuidar a los niños? ¿Y si nos morimos?
Desde jóvenes hemos sido muy autónomos y hemos construido nuestra vida juntos, de un lado al otro. Pero la autonomía que antes consideré libertad ahora me angustia. Me empiezan a dar envida esas familias muégano que viven todas en la misma calle, donde nunca faltan hermanos, primos, tíos que se ayuden. Hoy, nos siento verdaderamente solos.
A lo largo de los tres días en que escribí pedacitos de este texto me enteré de que una de mis colegas probablemente tiene COVID-19 (está esperando resultados). Una conocida y dos de sus familiares, el papá de una amiga, los hermanos de una colega, todos ellos fallecieron por COVID-19. Una amiga madre soltera de dos niños me escribió para preguntarme si tengo alguna chamba para ella, pues la acaban de correr. No, no tengo.
Somos privilegiados pues tenemos un techo y ambos podemos trabajar desde casa. No tenemos que preguntarnos de dónde va a provenir nuestro próximo alimento. Pero necesitamos tomar medidas para que una emergencia no nos tome desprevenidos.
Mi primera decisión es no aceptar otro proyecto profesional en este momento. Mi compañero se responsabilizó de los niños y la casa durante estos cinco meses, es mi turno de dejarlo enfocarse en su trabajo. En este momento no podemos trabajar los dos con la misma intensidad. Además, estoy contenta de hacer una pausa porque extraño mucho esas tardes de juegos con mis niños. En estos meses los he visto crecer muchísimo: cada vez juegan más solos, cada vez me necesitan menos. Ya no se pelean: se han convertido en los mejores aliados. Quiero aprovechar que todavía tienen ganas de jugar conmigo.
La segunda decisión es que debemos de actualizar nuestro testamento, hablar con nuestros padres, organizar nuestras cosas. Porque nadie nos puede garantizar que si atrapamos el COVID-19 podremos sobrellevarlo en casa, nadie nos puede garantizar que vamos a sobrevivir. Tenemos que saber qué pasaría con mis niños en caso de que nos hospitalizaran. En caso de que falleciéramos.
Hay gente que dice que esta pandemia nos está enseñando muchas cosas como humanidad y que la nueva normalidad será diferente, será mejor. Estoy en firme desacuerdo. Quienes buscan enriquecerse con la miseria de otros lo siguen haciendo. Quienes trabajaban en asuntos humanitarios ya han redoblado sus esfuerzos. Quienes tenemos lazos rotos con parte de nuestra familia los hemos mantenido rotos – al menos en su mayoría-; y con quienes teníamos lazos cercanos, hemos seguido en contacto. Todo se está intensificando, no necesariamente mejorando.
Me dijo mi niño una noche de luna llena en Buenos Aires que no tuviera miedo a pesar de lo que se venía. Mis niños están contentos en casa, contentos de tener a su papá más cerca que antes, contentos de tener a mamá al alcance en cualquier momento. Yo tengo miedo.
A nivel global, lo que más me inquieta es el aumento en la hambruna, la pobreza y la violencia intrafamiliar. Pero a nivel individual, lo que más me angustia es la incertidumbre sobre el futuro de mis niñitos que por fortuna, no tienen ni idea de la magnitud de las desgracias por la que está pasando la humanidad. Mientras termino esto texto, duermen tranquilos pegaditos a mí. Sonrío al respirar el olor de sus cabecitas inocentes que en pocas horas me estarán sacando de un sueño incierto para pedirme de desayunar y que juguemos juntos. Lo único que quisiera es poder abrazarlos y estar con ellos hasta que sean independientes y no me necesiten más.
Querida Wanda, qué emocionante leerte. Gracias por compartir. El trabajo y la profesión ssiempre estarán allí, la infancia se va rápido.