A pesar de haber escuchado mil historias de terror sobre el ejercicio de la lactancia materna: que te muerden, que no soportas el dolor de la espada, que se te caen y deforman los senos, etcétera, etcétera, etcétera y de pasar por otras tantas historias de lo que llamamos lugares comunes como: es el actor de amor y conexión más grande entre una madre y sus hijos, -ambas con el mismo efecto desmotivante por la presión que pueden significar para cualquier futura madre- la realidad es que desde que supe que estaba embarazada, deseaba poder amamantar a los dos críos que venían en camino.
La lactancia se volvió un tema en mi cabeza. Observaba con interés a las mujeres obsesionadas por esconder la chichi mientras amamantaban y pensaba en la recomendación de algunas amigas: “comprate un par de mandiles de lactancia, no sabes lo útiles que son”. Veía a bebés llorando porque sus mamis se resistían a “hacerlo” en público; escuchaba frases como “espera a que lleguemos al carro” o “estoy sacando la cobijita, ya te doy” o “si quieres que te dé no te destapes”. Pensaba entonces con una mezcla de romanticismo y rebeldía que yo sería una orgullosa mujer que se sacaría la teta cuando mis niños necesitaran comer sin importar donde o frente a quien estuviera. ¿Por qué esconder y dotar de morbo un acto tan natural? Pero claro, luego veía un par o varias miradas incómodas sobre los senos apenas semi descubiertos y entendía porque muchas los quieren tapar. Lograr amamantar en un ambiente de naturalidad, seguridad y respeto, era mi reto.
Temía la reacción de mi círculo, conservador empezando por describir a mi familia. Tengo tres hermanos, cuñados, sobrinos, suegro, una madre educada en un modelo ultraconservador a quien nunca le ha parecido que el cuerpo fuese algo que se tenga que mostrar y hermanas que fueron educadas igual (aún no entiendo en qué momento me les salí del carril); ¿cómo reaccionarían cuado tuvieran que verme en top less? ¿cómo manejarlo sin incomodidad? Ya encontraría la forma.
Y luego me encontré buscando información sobre regímenes alimenticios y prácticas que favorecieran la producción de leche y ahí estaban desde las fórmulas ancestrales, desde el pulque y la cerveza, pasando por los atoles de avena, el agua, el amaranto, el piloncillo y no sé qué más… y claro, la leyenda esperanzadora de que no tendría que hacer nada, tomar nada, porque por naturaleza, la leche llegará.
Y en medio de la construcción de la táctica y la estrategia, el día llegó. Los bebés habían nacido y no fueron puestos en mi pecho enseguida –como recomiendan las mejores prácticas- para estimular la producción del anhelado líquido amarillento y rico en proteínas conocido como calostro; en cambio, cuando aún no me recuperaba del todo de la anestesia, me despertó una mano fría apretando sin ninguna sutileza mis pezones y diciendo “nada”, “no le sale nada todavía”… a los costados, otras dos mujeres que, sin que las tocaran ya les escurría y a quienes las enfermeras les llevaban a los peques para que los empezaran a alimentar. Algo comenzaba a ir mal.
Las siguientes horas, los siguientes días, pasaron por mis senos tantas manos como enfermeras había en el lugar: apretones, masajes, regaños, insistencia, consejos, más apretones y más masajes con más fuerza, más regaños de “intentelo más”… y nada, mis niños, prematuros, necesitados como todos los bebés pero un poquito más por su condición de vulnerabilidad del alimento sagrado de mamá, no podían tenerlo aún. Mi estrés comenzó a crecer, la súplica a las enfermeras porque me dejarán ir a “pegarme” a mis hijos para ver si eso ayudaba hicieron efecto, me suspendieron los antibióticos, me quitaron el suero y me dejaron ir a los cuneros. Había esperanza otra vez. Me “pegué” a mis niños, cinco, diez minutos y nada, lloraban. No había leche. Me los quitaron, me dijeron que ni los estaba alimentando ni dejaba que los alimentaran, que los entregara a la enfermera para que les dieran de comer. Salí, lloré, me frustré. A las dos horas, y a las cuatro lo volví a intentar. Luego ya no me dejaron entrar. Nada, los alimentaban con sonda y yo, en mi cama, apretaba mis pezones intentando estimular. El día siguiente nos dieron de alta, ni gota de leche materna, mis niños debían comer cada dos o tres horas y nadie, ni un médico podía decirme qué fórmula suministrar porque por ley, deben promover la lactancia materna exclusiva. Llegamos a casa, ellos con hambre, yo sin leche, ellos en llanto, yo también. Una pediatra fue sensible y por fin me dijo, compra tal leche, pero no dejes de intentar. Recuerda que la lactancia materna exclusiva es lo mejor para ellos, ¡como si no lo supiera! ¡como si fuera yo la que no les quería dar!
Y me volví una vaca en ordeña, pegada a mis hijos cuando lo permitían y al extractor eléctrico el resto del día y de la noche, llegaban las visitas, y mi suegro y mis hermanos y los amigos varones presentes y no me importaba, mis senos seguían pegados al Medela (la marca del extractor) día y noche, noche y día. Más la asesora en lactancia, más sus apretones, más un “lo vamos a lograr juntas”, el voto de confianza y al quinto día del nacimiento, el calostro apareció.
Nunca pensé que unas escuetas gotas de líquido produjeran tanta felicidad. Y comencé a amamantar, y seguía con la extracción “artificial”, un mililitro, dos, tres, con la promesa en mi cabeza de que la producción de leche iba a aumentar. Y los chiquillos comenzaron a estar más tiempo alimentándose de mi y de verdad fui tan, pero tan, tan feliz, que no lo podría describir.
Mi niña y mi niño comenzaron a ganar peso, a crecer, todo iba bien, pero sorpresa, eso también significaba que necesitaban más leche y yo sin producir mucha más. Yo seguía en ordeña 24×7, no importaban las ojeras, el sueño, lo tenía que lograr y esa era yo, ajustando almohadas para amamantar a dos a la par, desvelándome para sacarme más, tomando avena con agua… ¿No que no tendría que hacer nada? ¿No que todo fluiría de manera natural? ¿No que por ser mamífero y hembra la lactancia es intrínseca y ya?
Y lo que en un momento fue felicidad absoluta comenzó otra vez a ser un extenuante esfuerzo que no alcanzaba a satisfacer las necesidades de alimento que en teoría yo debía garantizar… ¡qué frustrante! ¡qué cansado! ¡qué desgastante! Pero claro que la salud de mis hijos me convencía de que todo lo valía.
Y así pasaron cuatro meses. Mi ginecóloga hizo una pregunta inocente ¿no estás lactando verdad? Y yo orgullosa, contesté: casi no tengo leche, pero me extraigo, me los pego, trato todo el tiempo y ahí van.
Me miró, se sonrió y me dijo: “a eso quería llegar. Amamantar a dos bebés es lo mejor que puedes hacer cuando produces mucha leche, su salud y tu bolsillo no me dejarán mentir, pero si no tienes leche ¿de verdad te tienes que presionar tanto?…ya lo intentaste todo, te ves mal. Deja de exigirte tanto.Si dejas de darles leche, nada les va a pasar. No serás mala madre, no serán niños malnutridos, no se van a quedar atrás”.
Y sus palabras fueron un bálsamo. Y decidí que ese día me desconectaría del extractor y dejaría que solo tomaran la leche que ellos mismos, mis hijos pudieran sacar. Increíblemente la leche comenzó a bajar en mayor cantidad.
¿Coincidencia? No lo creo. Haré una pausa para recalcar que sí, la lactancia materna exclusiva es lo mejor y la salud de los críos lo pueden confirmar. Definitivamente vale la pena tratar. Pero este artículo es para ti, que como yo, a pesar del empeño, no lograste amamantar por un año, ni por seis meses, para ti que tuviste -por una u otra razón- que complementar con fórmula y eso te hizo sentir culpable, mala madre, inútil, o que esto es sinónimo de fracasar. Yo creo que más que casualidad, el hecho de una mayor producción en relación a una menor presión es justo lo que debemos ponderar cuando las cosas (y la leche) no nos sale como a las demás.
No todas las mujeres podemos amamantar. Incluso, no todas las mujeres queremos amamantar. Entonces no todas las mujeres debemos amamantar, no si se nos va en ello la salud mental. En esta semana mundial de la lactancia tenemo que recordar que amamantar es un acto de amor, no de imposición.
Como mamás tenemos una enorme responsabilidad. Informémonos sobre los beneficios de amamantar. Tomemos decisiones informadas sin menospreciar jamás la relevancia de este alimento. Hagamos lo posible pero no pensemos que debemos hacerlo porque ahora, esa es la demanda social. No tener leche no te hace menos mujer, ni menos mejor mamá. Hay cosas que no podemos controlar.
Superemos las frustraciones, las presiones, los estereotipos porque aunque no lo crean, no todas las mujeres podemos amamantar. Las mujeres, las madres perfectas no existen. Seamos solidarias, no nos juzguemos, seamos empáticas y seamos plenas con lo que podemos dar, que la felicidad y salud de las y los hijos, también dependen de la felicidad de las mamás. narosabais&dis
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