Tengo 10 años. Nos están tomando medidas para las faldas de la tabla gimnástica de la primaria. Como mi madre nos hacía mucha de la ropa que usábamos, el que me tomaran medidas era una práctica común, pero en esta ocasión es enfrente de todas mis amigas, por supuesto más flacas que yo. Escucho los cuchicheos, las risitas. Me siento mal. La mirada de les demás me hace sentir apachurrado el corazón.
Y la sensación se repite en la escuela de actuación cuando me tratan de explicar sin poder ponerle palabras adecuadas, que no soy lo suficientemente femenina para hacer un personaje de dama joven. Eso, en un universo en el que ser la dama joven es sinónimo de éxito, es aterrador.
Y la sensación se repite cuando salgo del closet y cuando salgo del closet como feminista y como poliamor y cuando sigo saliendo de tantos y tantos closets porque no puedo ser monedita de oro, nunca lo fui. Pero ¿Alguien lo es? Yo pienso que no.
En días recientes volví a sentir encima de la nuca los varios juicios de valor. Con quién me relaciono, de qué manera, por qué digo lo que digo en mis espacios de creación. El reclamo de la mesa de enfrente de porque me beso con quien me beso: “hay niños”, gritaban. ¿Y qué no queremos que los niños aprendan a mirar el amor públicamente? ¿de verdad?
Hay una ola de radicalismo de derecha en el mundo y eso no lo digo yo, basta con entender tantito lo que ocurrió en el Paso con el asesinato de mexicanos. Lo que ocurre todos los días con migrantes en el mundo. Lo que está ocurriendo todos los días cada que las mujeres nos queremos salir del huacal. Y cuando un líder como Trump nos llama invasores, el paso a que nos maten es cuestión de tiempo. Y cuando en la vida cotidiana, llamamos a los centroamericanos invasores, el paso a que los matemos es cuestión de tiempo. Y cuando un esposo le dice a su esposa “te di permiso de… el paso a que nos maten es cuestión de tiempo.
Hace unos días, un grupo de activistas por el estado laico, nos manifestamos. Nuestra inconformidad tiene que ver con los intentos que los grupos religiosos están haciendo por cambiar las reglas del juego y entrar a los espacios del estado y la poca claridad del estado para pronunciarse sobre eso. En la secretaría de gobernación nos recibieron muy amablemente y no lo digo con ironía, al contrario. Lo digo con reconocimiento porque antes nos recibían a golpes. Le decía yo a la persona que nos recibió: de solo imaginar que pudiera entrar como alcalde un ministro de culto, me quiero morir. Básicamente en todas las religiones, en sus lados conservadores por supuesto, consideran que una familia como la mía no debería ni siquiera de existir. Y el problema es que el lado conservador de las religiones es el lado más poderoso, por eso el estado debe de ser laico, independientemente de que las personas seamos creyentes como yo.
La mirada de las niñas en la primaria que juzgaron mi cuerpo por unos minutos me puso muy triste y por unos días me destrozó. El paso por el mundo del teatro y sus estereotipos me catapultó al cabaret y la independencia creativa, pero no fue un paso indoloro, me costó. La mirada de alguien en un restaurante me hace ponerme alerta y valorar si mi familia y yo estamos en peligro, pero también me entristece. La mirada de alguien que piensa que lo que digo en el escenario no es oportuno porque le puede dar miedo a la gente más conservadora me hace llorar de la frustración. La posibilidad de un estado no laico me pone a temblar, ahí no hay lugar para mi ni mi familia.
La mirada de los otros. Los que por un momento creen tener tanta verdad en sus manos como para juzgar lo que deberíamos ser, decir o pensar las otras personas.
La mirada de los otros y su posibilidad de impedirnos crecer en plenitud. Eso, estos días, me tiene de capa caída. No nos engañemos. El conservadurismo tiene muchas caras, pero es brote de una misma fuente: el miedo. El miedo a movernos, a abrazar lo diferente, a cuestionar si lo que somos nos hace felices. Y entonces matamos lo diferente. Cuando le decimos puta a la que coge más que yo, o arribista a quién le va mejor que a mi, o mocho a quien es creyente o indecente a quien no lo es. La mirada de los otros puede matar no solo vidas, si no posibilidades de vida.
¿Nos pasa? ¿Nos pasa a todas las personas? Supongo que sí. Y si nos pasa, ¿por qué somos entonces también los otros?
Dejar un comentario