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La carne, ¿qué comemos cuando la comemos?

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Escrito por bocado.lat

Burger World

Con este trabajo de la extraordinaria periodista argentina SOLEDAD BARRUTI, arrancamos en SALUD PRIMERO, a partir de hoy y los siguiente cuatro lunes, una importante alianza con bocado.lat, red de periodismo latinoamericano trabajando sobre territorios y alimentación. Con esto nos sumamos al esfuerzo por concientizar sobre el tipo de comida que consumimos en América Latina, particularmente en México, cuando atravesamos una de las etapas más crudas de la pandemia de Covid 19, que nos encontró con un país enfermo, por el alto consumo de comida procesada. Gracias a bocado.lat por permitirnos reproducir esta serie de cinco reportajes.

Editorial bocado.lat
Nuestra civilización está atrapada en un laberinto y la carne es su minotauro. Como en el mito la trampa y el monstruo encantador nacen de un deseo irrefrenable. Un apetito particular que se hizo hábito de algunos, luego anhelo de la mayoría y entre medio tejió un negocio tan turbio como poderoso que nos arrastra de las narices.

Lo que nos seduce ya lo sabemos: la carne hace trepidar cerebros y corazones que la recuerdan escasa e inaccesible en aquel pasado donde la naturaleza nos mostraba una y otra vez, entre criaturas feroces, veloces y ágiles, que somos cuerpos frágiles, más devorables que devoradores.

Que hoy existan carnicerías en cada confín del mundo, que nuestras parrillas estén repletas de churrascos frescos, que las hamburguesas sean sinónimo de una economía próspera – de lujo y popular – es para ese espíritu ancestral bastante tranquilizador. Hoy sobra lo que tanto faltó.

El problema es lo que hicimos para que fuera posible. La carne como placer instantáneo construyendo este laberinto con un único final: la extinción de todas las vidas hasta llegar a la humana; nosotros: deglutidos por nuestra propia creación.

Comemos tres veces más carne vacuna que hace 50 años. A costa de animales, personas y un planeta que no da más.

Los campos transgénicos de maíz y soja, que producen insumos para alimentar animales encerrados en corrales de engorde rápido, están arrasando con montes y selvas mientras también generan envenenamientos masivos – cada vez más irreversibles – de pobladores, animales, polinizadores y microorganismos. Un tercio de la tierra está sembrada así: con la comida de esos animales en un esquema que solo cierra porque lo legitiman los mismos que lo diseñan.

Cada 100 calorías de comida que damos a una vaca se sacan solo 17 de carne. Son necesarios 15 mil litros de agua para un kilo de bife, lo que consume ya el 23 por ciento de las reservas de agua dulce que tenemos. Los gases de efecto invernadero se multiplican con el ganado a un ritmo atroz: si las vacas fueran un país, serían el tercer emisor del mundo. Esto ocurre si las vacas están encerradas comiendo granos pero también si andan entre pasturas. Abrir campos es algo que solo puede hacerse quemando la biodiversidad, desapareciendo a otros ecosistemas. Amazonas arte por eso. El Chaco arde por eso. El Pantanal y El litoral arden por eso. Desde que llegaron las vacas con las calaveras América es tierra de sacrificio.

Estamos repletos de mataderos, algunos formales con las cadenas de montaje que inspiraron a Henry Ford para seriar el trabajo de sus obreros, y que también sirvieron a los nazis para idear sus campos de concentración. Lugares que no permiten el ingreso de nadie que no esté contratado para soportar esos gritos, ese dolor, ese tormento. Trabajadores que padecen en sus cuerpos envejecidos antes, tullidos de golpe, marcados para siempre, la condena de hacer lo que nadie quiere pero alguien tiene que. De Argentina a Estados Unidos las plantas procesadoras de animales – que los reciben vivos y devuelven en pedazos – son antros hacia donde necesitamos mirar aunque sea tan difícil.

¿Y la carne? ¿Qué comemos cuando la comemos? En 2017 el mundo se conmovió cuando una investigación develó que los principales frigoríficos de Brasil – JBS y BRF – adulteraban la carne de distintas maneras para simular frescura en cortes a un tris de la pudrición. Aditivos, gases y sustancias que nadie sabía estaba comiendo cuando comía. El escándalo duró lo que siempre: poco. Pero las prácticas, lejos de terminarse, siguen siendo norma en muchísimos lugares. México, por ejemplo, que no solo maquilla la carne sino que antes droga a sus animales desde cachorros y los sostiene así, con anabólicos y hormonas prohibidas que se consiguen en el mercado negro o se autorizan sin dejar del todo la clandestinidad.

Ah, pero el sonido de las brasas… Perder las emociones intensas que ofrece la carne, y las divisas suculentas que reporta, es algo que esta humanidad pareciera estar lejos de querer hacer. De hecho, las fuerzas creativas y productivas de los poderes de turno están orientadas exactamente a lo contrario: desde Bill Gates a Cargill, desde la ONU a la organización animalista PETA, todos están invirtiendo en lo mismo: carne sin animales o carne sin carne.  Un desafío que va del oxímoron a la ciencia que no quiere ser ficción aunque pareciera encaminada a ofrecernos lo mismo que hoy nos ofrece la góndola: ultraprocesados que tanto nos enferman.

Pases mágicos que parecen movernos pero nos dejan en el mismo lugar: estos tiempos están llenos de eso, falsas soluciones. O soluciones para pocos como es la ganadería regenerativa. Un sistema productivo que logra suplantar el infierno de criaderos por paraísos bucólicos con vacas paciendo sobre suelos sanos en paisajes hermosos con la misión prometedora de que comer carne sea la que nos salve. Pero al final, los animales más afortunados, los de esos campos que florecen en Argentina y en Uruguay,  terminan convertidos en costosos cortes sellados al vacío que disfrutan comensales en Europa, Estados Unidos y Asia. Son carnes que sólo llegan a los ricos porque tarareando a Atahualpa Yupanqui las penas y las vaquitas se van por la misma senda. Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas.

Este especial de Bocado abre cinco caminos con el propósito de retomar la apuesta que perdió el periodista Upton Sinclair cuando se metió a contar algo de esta realidad sangrante y publicó La Jungla. Intentamos golpear el corazón antes que el estómago. Ustedes dirán si, cien años más tarde, podemos lograrlo.

¿Vivir sin hamburguesas?
Primer Reportaje
TEXTO: SOLEDAD BARRUTI. (Argentina)

Redonda pastilla, decorada con cosas y sellada entre dos panes, la hamburguesa nunca fue una moda y menos pasajera. Descolló como el capitalismo con la fuerza consumista de los años 50 y hoy, aunque cada vez queda menos mundo, no hay lugar en el mundo donde no se la pueda comer. ¿Vivir sin ellas? De eso nada. Con el colapso en el horizonte, inversiones millonarias y publicidad cruelty free la carne molida se reinventa entre probetas y plantas cocinadas con inteligencia artificial.

— “No te preocupes por mi comida, mamá, ya pedí Rappi”.

La pandemia y la comida rápida…. “espacio de fuga…”

El asunto empezó a los pocos días de declararse el confinamiento preventivo y obligatorio por Covid 19 mientras mi hijo empezaba a transitar su último año de escuela secundaria. Primero fue una propuesta tímida y espaciada. No sabría decir cuándo se instaló como norma, pero en algún momento de la cuarentena cada dos o tres días tocaba el timbre de casa algún chico en bicicleta cargando el mochilón térmico de donde salía una bolsita de papel madera manchada de aceite.

En estos meses eternos de insomnio y clases por zoom, la comida de llegada rápida fue para Benjamín lo que para muchos: respiro, espacio de fuga, estímulo de dopamina para elevar los centros neurálgicos del placer que la pandemia aplastó. Mi hijo pidió en un año más de cien hamburguesas y llegó así al promedio colectivo nacional (que aún sigue en franco crecimiento).

Dos medallones de carne de 150 gramos cheddar liquid, cuatro fetas de panceta, cebolla crispy, papas fritas, bol de barbacoa.

Dos medallones carne de 250 gramos, dos fetas de panceta, dos fetas de cheddar, cebolla morada, pepinos agridulces, ketchup y mostaza, papas fritas.

Medallón 350 gramos, queso cheddar, fideos moñito, panceta crispy y papas.

Cuatro medallones, queso cheddar, pepinos, lechuga morada, pan brioche untado en manteca.

Las hamburguesas somos nosotros: comedores voraces de esa combinación de grasas.

“Hamburguesas caseras”, las define él convencido como tantos de que hay un salto cuántico entre la comida de los locales McDonalds y la de bares donde la carne es amasada por un humano del otro lado del mostrador, los panes tienen gusto a pan y las lechugas no parecieran de plástico.

“Hamburguesas Gourmet”, “de autor”, “fast good” las celebran afamados cocineros que saben que la propuesta de carne molida, redonda pastilla, decorada con cosas y sellada entre dos panes, nunca fue una moda (y menos pasajera). Declaradas cancerígenas como el plutonio y el cigarrillo por la OMS en 2015, las hamburguesas son desde los años 50 punta de lanza de un sistema económico arrollador, puro símbolo y síntoma. Un modo de ser y de vincularse, un modo de desear y de pensar, una ideología que consumen y encarnan incluso quienes detestan las ideologías: un poderoso acto político y agrícola.

Las hamburguesas somos nosotros: comedores voraces de esa combinación perfecta de grasas (carne, quesos, panceta, papas, aderezos) con sal (que exprime las papilas gustativas exaltando los sabores) y azúcar (que se cuela de la carne dorada, de los caramelizados, del kétchup, de los panes). Una combinación que nos hace adictos y nos destruye. Somos comensales que engullen y digieren combos para uno aunque sin identidad que comandan la misma orden que reciben: inmediatez, homogeneización, ningún cuestionamiento, ni siquiera hoy que estamos a un tris del colapso colectivo.

Una vaca pesa unos 500 kilos. Quitando su cuero, mucha de su grasa, sus órganos y huesos le quedan unos 150 kilos de carne para picar. Son entre cuatro mil y 600 hamburguesas dependiendo si el productor es McDonalds o uno de esos nuevos generosos hamburgueseros que sirven medallones de 250 gramos. Se necesitan muchas vacas – unas mil millones se engordan por año- para un antojo global carnista comandado por Estados Unidos, donde se comen 50 mil millones de hamburguesas al año. Un gusto mundial que, si dejamos, se espera crezca un 75 por ciento hasta 2050.

Pasando por alto la vida y muerte violenta de esos rumiantes, los daños colaterales de este gusto puntual incluyen selvas destruidas, bosques talados y humedales prendidos fuego para que crezca aquello  que comerán las vacas: pastos o granos regados con venenos. Muchos gases de efecto invernadero: tantos que si las vacas conformaran un país serían el tercer emisor del mundo. Toneladas de agua potable: 15 mil litros por kilo de carne. Suelos desiertos. Plagas como esta que nos tiene encerrados, zoonosis que salen como maldición apocalíptica cuando la naturaleza queda rota y otros males provocados por el uso demencial de antibióticos que hace esa industria. Migraciones forzadas de comunidades enteras que no pueden vivir sin selva ni bosques ni agua ni suelos y se van ya enfermos a la periferia marginal que les depara la vida urbana. Un reguero de muerte con tantas plantas y animales en su haber que tiene un nombre que suena a estreno de Hollywood: La Sexta Extinción.

Un drama tan grave y cercano que pone en duda la posibilidad de salud y adultez de mi propio hijo. Pero él, adolescente, no está pensándolo de ese modo y menos en pandemia. Tampoco lo piensan muchos que han dejado de comer carne. Ni hacia ahí se orientan las fuerzas de la ciencia o de quienes tienen el poder que podría cambiarlo todo.

¿Un mundo sin hamburguesas?

De eso nada.

De Bill Gates a Jeff Bezos, de Silicon Valley a Harvard, de la ONU a la organización animalista PETA todos parecen estar trabajando por la misma misión: El futuro será con ellas o no será.

Come carne no animales: la sofisticada propuesta para seguir comiendo hamburguesas

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Entonces acá estoy, un martes a las 9 am dentro del corazón de un laboratorio. Voy vestida con tres trajes blancos de distintos grosores, superpuestos y cerrados para  cubrir mi cuerpo completo hasta formar una capa hermética. Uso un barbijo n95 que me aprieta la cara como un bozal, anteojos de plástico que se empañan con el barbijo aunque la respiración es tan dificultosa que la visión es lo de menos. También un par de guantes de latex largos, una cofia que me sujeta el pelo y una escafandra de tela que cierra por encima. Mi imagen es una postal que parece tomada los primeros días de Covid en Wuhan.

Ponerme todo esto significó pasar por tres salas selladas al vacío con diferencia de presión para evitar la circulación de aire. Una fuerza que vuelve a las puertas pesadas y un poco también al cuerpo. Además, aprender movimientos precisos para pasar de una sala a la otra, colocarme cada mameluco en banquitos de transición y no tocar más que lo imprescindible. Dar un paso en falso, dejar un pelo suelto, un fragmento de piel sin tapar o una partícula que salga de mi cuerpo, podría ser fatal. No para mí ni para los dos científicos que me guían – la bióloga Laura Correa y el bioquímico Diego Dominici – sino para la carne en formación que ahora tengo enfrente: pequeños aros  blanquecinos y gelatinosos flotando en un líquido violeta encerrados en una caja Petri (un recipiente de cristal que se usa en los laboratorios para preservar la esterilidad).

Carne (casi) sin cuerpos ni talas  ni matanza. Células que forman tejidos que pueden ser amasados entre sí…

Lo que veo, me dicen, es el futuro próximo. Carne (casi) sin cuerpos ni talas  ni matanza. Células que forman tejidos que pueden ser amasados entre sí y adicionados con cosas hasta volverse parecidos a la carne molida.

“Come carne no animales”, decía un folleto en la mesa de entrada de este lugar llamado Craveri, un laboratorio al que llegué para intentar comprender de qué se trata esta propuesta más ¿provocativa? ¿ambiciosa? ¿delirante? de la ciencia para una humanidad que camina hacia el abismo pero no desea cambiar el menú.

El laboratorio está en una calle tranquila del barrio de Caballito en la Ciudad de Buenos Aires y desde hace 25 años se dedica a la ingeniería de tejidos: cultivos in vitro para tratar enfermedades humanas. Si necesitas un transplante de epitelio corneal, cartílago o piel, aquí es donde pueden tomar una muestra y fabricar el pedacito que falta. Y en poco tiempo, si todo va bien, puede que sea acá también a dónde vengan a abastecerse de carne los locales de hamburguesas.

En poco tiempo, si todo va bien, puede que sea acá también a dónde vengan a abastecerse de carne los locales de hamburguesas…

Laura Correa es bióloga y dirige el área de bioingeniería del laboratorio que ahora, centrado en este proyecto, tiene por nombre BIFE. Una mujer de 43 años vegetariana desde los 15, locuaz y simpática. Diego Dominici, su compañero de equipo, es dos años menor, tampoco come carne porque no come nada que no se animaría a obtener por sus propios medios y está convencido de que para salir del atolladero apocalíptico hay que activar la imaginación, aventurarse. Laura, Diego y un pequeño equipo que no llega a ocho personas comparten desde hace cinco años el mismo trip: este universo intenso de la carne cultivada; y esta sala de aire inmaculado sin ventanas ni olor, con luces blancas, una pequeña mesada, microscopios, dos heladeras y dos máquinas para reproducir las condiciones que necesitan las células para formar un músculo. O sea, un lugar ocupado por máquinas que reemplazan a un cuerpo: el de un novillo vivo del cual extrajeron las muestras.

— Las biopsias se hacen en un campo ganadero en Tandil (provincia de Buenos Aires) —, dice Diego acercándome un tubo de ensayo con un cubo de carne oscura adentro.

— ¿Cómo se extraen?

— Utilizamos un novillito para el que todo esto es muy poco traumático. Se lo seda para poder tumbarlo y en una escisión muy chiquita los veterinarios sacan la muestra, lo suturan, y él sigue con su vida normal.

— ¿Lo puedo ver?

— Claro —, dice y abre un cuaderno de notas escritas a mano, una especie de diario del proyecto, y tres fotos del novillo en cuestión.

Es un animal negro, “macho castrado raza cruza Aberdeen Angus de un año”. Se lo ve parado y sostenido con una soga, después tumbado y medio tieso, con cuatro campos quirúrgicos marcados sobre el lomo. De ahí se tomarán las muestras: pedazos de animal “del tamaño de un caramelo Halls”, dice Diego.

— Esta muestra que sacaron acá es un poco más grande. Con la mitad de esto podríamos arreglarnos, dice volviendo al tubo y pienso en los veterinarios aprendiendo a elegir a un animal sano que no va a ir al matadero para cortarle cachitos que terminarán reproduciendo carne.

Antes de virar “carne”, as células são preservadas em um espaço isolado, a temperatura e ar controlados

Antes de virar “carne”, as células são preservadas em um espaço isolado, a temperatura e ar controlados

En cada biopsia, Diego busca extraer las células, ubicarlas en una estructura determinada, nutrirlas y guiarlas para que sigan haciendo lo que creen que están haciendo: reparar una lesión en el cuerpo del que eran parte. Así las células trabajan en las placas Petri como si estuvieran cerrando una herida: se multiplican, se agrupan, se dividen, dibujan líneas, arman fibras y de repente, voilá: carne.

Suena sencillo, no lo es

Las células son frágiles y demandantes. Se reproducen rápido pero no tan rápido como una bacteria por eso toda la instalación estéril de este laboratorio que entre otras cosas cuesta millones. Una vez aisladas, las células son alojadas en un bioreactor; una caja de metal que ofrece las condiciones de vida necesarias. “Acá siempre hay 37 grados, un porcentaje de dióxido de carbono de 5 por ciento y humedad saturada”, dice Diego y abre la puerta del sofisticado aparato de metal donde viven miles de células distribuidas en seis cajas Petri con forma de botella aplastada.

Las células no son visibles sin microscopio pero ahí están, sumergidas en el líquido rojo que las contiene y transporta. El alimento que les proporciona lo que un cuerpo animal necesita es sangre: Suero fetal bovino extraído en los frigoríficos cada vez que –se supone sin querer ni saber porque se supone que está prohibido- en el establecimiento matan a una vaca preñada. Entonces extraen al feto “accidental” que deben chequear esté muerto y con una punción cardíaca extraen de ese cuerpo la sangre que puedan. Esa sangre es filtrada e industrializada con glucosa, proteínas, vitaminas, oligoelementos, hormonas y factores de crecimiento. El producto – suero fetal – se vende a más de cien dólares por litro para una cantidad enorme de propósitos: vacunas, reactivos, cosmética y ahora, también – círculo perfecto – la industria de la carne.

Aunque hay búsquedas para evitar el suero fetal bovino (“nuestra intención es comenzar a testear formulaciones que lo reemplacen”, dice Laura) y otras para saltearse las biopsias a novillos castrados, las ofertas con las que la carne de cultivo seduce hoy no son tanto los ingredientes originales sino el tiempo y el espacio. Quitar a la carne de la naturaleza y pasarla a un laboratorio para su crecimiento artificial, aseguran quienes la promueven, dejaría a millones de animales en paz y permitiría devolverle el lugar a los bosques, contener el calentamiento global.

La clave está en la gracia natural de la biología: su persistencia. Las células sanas tienen la capacidad de dividirse exponencialmente hasta que envejecen y entonces dejan de reproducirse. La tarea de los científicos consiste en acompañarlas durante ese camino, guiarlas, nutrirlas y separarlas para que el proceso vuelva a empezar. Si la tecnología los acompaña eso podría dar mucha carne.

— Seis mil hamburguesas a partir de una sola muestra —, dice Diego abriendo sus grandes ojos negros como un chico ilusionado.

— ¿Tantas?

— Claro. Nosotros al conocimiento científico lo tenemos — se suma Laura con tal seguridad que convence-. Lo que nos falta es desarrollo tecnológico para llevarlo a cabo.

Más biorreactores. O sea más espacio y energía. Tanta energía que algunos estudios comparativos objetan que la carne de cultivo pueda significar menos emisión de gases de efecto invernadero. Y, finalmente, más dinero, lo que deviene en otro vicio de época: el patentamiento de técnicas y servicios y la privatización, en este caso de la carne, por un par de compañías en el mundo (tal vez incluso una sola). Una versión superior a la agricultura sin agricultores que piensa actualmente el agronegocio transgénico: un sistema alimentario cyborg.

Pero lo cierto es que si bien ese otro mundo es posible, para que la carne cultivada descolle aún falta: las máquinas que tengo enfrente, solitas no pueden hacer  más que un par de medallones. Ni estas ni las máquinas activas que existen hoy en todo el planeta. “Si se toma toda la capacidad biofarmacéutica del mundo trabajando al máximo alcanzaría para alimentar solo a la Capital Federal de Argentina”, dice Diego sin perder el brillo onírico a pesar de que está diciendo tres millones de personas en un mundo que va a los nueve mil millones mañana.

O vermelho é o que parece: sangue. As células se alimentam de soro fetal bovino.

•••

La primera hamburguesa de carne cultivada fue anunciada en 2013 por el profesor de fisiología vascular Mark Post, de la universidad Maastricht, Holanda. Costó 300 mil dólares, fue cocinada por el chef Richard McGeown y probada por el investigador Josh Schonwald y la crítica Hanni Rützler. “Le falta jugo y grasa pero la consistencia es perfecta. Sabe a carne”, dijo Rützler. El evento fue celebrado por activistas reconocidos en el mundo del veganismo como Paul Shapiro, fundador de la organización Compasión antes que Matanza (Compassion over Killing), luego escribiría un libro en el cual presenta a la carne cultivada como la tan ansiada liberación animal. Clean Meat fue publicado en 2019 y prologado por otro vegano célebre, el historiador Iuval Harari.

Algunos años antes, en 2008, la organización animalista PETA ofrecía un millón de dólares a algún grupo científico que fuera capaz de desarrollar algo parecido a la carne cultivada. Hoy existen 40 investigaciones formales en curso con inversores como Sergey Brin, uno de los fundadores de Google; Richard Branson, CEO del conglomerado Virgin; y los gigantes de la carne Tyson Foods y Smithfields. Se realizan congresos anuales donde se han presentado ensayos con canguros, ratones y peces porque todo lo que tenga células se puede cultivar. Hay carne hecha de células extraídas de plumas y de embriones. Hay también planes para desarrollar un cultivo madre que pueda durar por siempre a partir de células cancerosas que, al contrario de las células sanas, tienen la capacidad de inmortalizarse.

— Esas líneas de investigación que nos alejan cada vez más de lo animal son muy interesantes -– dice Laura. No para el mercado pero sí, por ejemplo, para la exploración espacial donde no podrían ir con un animal vivo para tomar muestras pero sí con un cultivo inmortalizado”. La escucho y aunque entiendo las palabras, llego a un punto en el cual no puedo imaginar ese futuro ni tampoco dimensionar este presente rarísimo en cual ya existe una carne cultivada que se puede comprar: pollo.

En diciembre de 2020 un restaurante en Singapur – el primer país en tomar el desarrollo como seguro y apto para el consumo humano – empezó a ofrecer nuggets salidos íntegramente de un laboratorio.

— ¿Por qué siempre son elaborados?

— Porque desarrollar un bife es más complejo — explica Laura. En las salchichas, los nuggets y las hamburguesas los saborizantes tienen un efecto primordial. Por eso como primera estrategia funcionan muy bien.

— ¿Las comerían? — pregunto a los dos científicos.

— Yo creo que esa no es la pregunta — responde Diego. La carne cultivada no se plantea como una alternativa para los que ya no estamos comiendo carne. Lo que busca es disminuirla entre quieren seguirla comiendo. El cambio real es ese.

El investigador es consciente de que todavía existen muchos obstáculos a superar para que eso ocurra pero también vive satisfecho porque en eso anda. Sus misiones primordiales ahora son encontrar sustitutos para la sangre y las estructuras que guíen a las células, desarrollar más tejidos – “La carne tiene tejido muscular, adiposo, conectivo, nervioso, vascular: todos aportan al sabor, la textura, la consistencia. Si queremos emular la carne tenemos que poder cultivar todos esos” – y lograr una buena receta que tiente comensales.

— Este año todo se demoró por la pandemia pero ya hice unas pruebas — dice Diego. Fui a la cocina, le pedí al cocinero un poco de aceite y especias para ver cómo se comportaba: si se achicaba, si cambiaba el color, la consistencia….

— ¿Y?

— No lo pude comer porque no te podés comer tu experimento, pero olía a rotisería.

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— ¿Comerías hamburguesas de carne cultivada? —, le pregunto a mi hijo.

— Si son ricas, why not.

— Por ahí te parece raro comer algo que crece en un laboratorio.

— No tengo ni idea dónde crece el queso cheddar.

Tiene razón. Hace rato que nadie sabe de dónde viene nada, hace rato que tampoco importa.

La industria explica sus creaciones con publicidad, el Estado autoriza y un tendal de expertos lo avala con intención o por omisión. Además un buen combo de hamburguesas funciona para inhibir cualquier impulso de indagar: sólo con pensar ese alimento se activan intensamente en el cerebro las zonas de recompensa que llevan del deseo al me gusta y del me gusta al quiero más. Una cascada de reacciones químicas tan reconfortantes como para volvernos dependientes. Al resto lo hace esta modernidad con sus animales que no valen nada, sus bosques fundidos, sus Rappi a granel: suprimiendo los obstáculos que van del quiero al puedo y formando a millones de paladares con grasa, azúcar y artificio, acostumbrándonos a placeres instantáneos a los que luego no resulta fácil renunciar.

En ese contexto surgen las propuestas que consisten en invertir cerebros y fortunas para desarrollar tecnologías que sirvan para cambiar el origen sin perder el objeto de deseo.

Mientras la idea de carne sin animales aún tiene que esperar y resolver algunos dilemas éticos, económicos y técnicos, la inteligencia artificial ya se ha hecho vegana. Lo demuestra cocinando medallones con ingredientes surgidos de plantas para Burger King y otros locales donde también compra mi hijo.

Según la consultora Nielsen, sólo en Estados Unidos ese tipo de productos aumentó un 42 por ciento entre 2016 y 2019 mientras que las carnes apenas un 1 por ciento. En América Latina la moda comenzó tímida con leches de semillas pero en los últimos dos años un promedio del 10 por ciento de la población de nuestros países se veganizó. Tanto se aceleró el proceso que en 2021 una compañía de alimentos  chilena plant based cotizará en Wall Street: NotCo.

— Me gustaría que conocieras la experiencia porque una cosa es hablar y otra probarlas —, me sugirió del otro lado del zoom Mauricio Alonso, el referente argentino de la transnacional chilena. Un hombre de 39 años y hablar pausado que hace un mes fue padre por segunda vez y hace tres años dejaba su puesto de ejecutivo en Danone para aventurarse en esta empresa que lo ha hecho pensar como nunca en plantas hasta      hacerse un 95 por ciento vegetariano

— ¿Decís que pida un menú por Rappi? —, le pregunto y me enlista los restaurantes de Buenos Aires que venden sus hamburguesas.

Entonces decido hacer algo que no hago nunca: pedir sin preguntar ni investigar demasiado, sin leer la lista de ingredientes de lo que voy a comer.

— Vos sabés que a mi lo vegano no me gusta —, me anticipó Benjamín que ya está un poco acostumbrado a ser parte de mis experimentos y sus fracasos. Consensuamos: la suya será convencional y la mía la de carne vegetal, queso de almendras y mayonesa vegana con papas.

Un chico agitado en bicicleta saca de su mochilón la bolsa de papel que trae las dos cajas adentro. Cerradas en papel aluminio y con las papas fritas incluidas, una hamburguesa es carne y la otra vegana, pero se ven iguales: rellenas, gigantes, deliciosas.

En esta parte debo contar que adoro comer carne. Me gustan todos los cortes y sobre todo las costillas bien jugosas. Las hamburguesas no son mi plato favorito pero me declaro no inmune a su poder de seducción: si las tengo enfrente se me hace agua la boca. Si desde hace un tiempo las evito igual que a los asados es porque tengo demasiada información. Vi los campos, estuve en los corrales, sentí el dolor de esos animales, olí el miedo y la mierda. Me gusta la carne pero ya no puedo comerla. ¿La propuesta de NotCo? Que la tecnología me de lo que la naturaleza ya no puede.

Mi hamburguesa huele a carne tanto como la de Benjamín aunque el aspecto de la mía es distinto: más entera, más naranja, más sólida. Le pido que pruebe primero la vegana. Le da un mordisco gigante, enseguida otro más y finalmente su veredicto: “Mirá, prefiero la de carne pero si me invitás a comer a un restaurante vegano y me das esto le entro feliz”.

Pruebo yo. Es tierna y consistente como la carne; tiene el efecto parrilla y la grasa y el jugo de una hamburguesa complejizada por los aderezos, el pan, el queso que sobresale, esa combinación imbatible agridulce con grasa.

Agua, proteína texturizada de arveja, aceite de coco, aceite de girasol alto oleico, fibra de bambú, proteína aislada de arveja, sal, proteína aislada de arroz, cacao alcalino en polvo, proteína aislada de chía, espinaca en polvo, aromatizantes, metilcelulosa, colorante rojo remolacha; aceite de girasol, agua, almidón, vinagre, azúcar, sal, harina de garbanzo, jugo de limón concentrado, mostaza, ajo en polvo, pimienta blanca, aromatizantes naturales, goma xantana, ácido cítrico y etileno diamina tetra acetato. Veintinueve ingredientes sin contar los del pan, el queso de almendras y las papas fritas que acompañan, ingredientes que desconozco porque lamentablemente los locales de comida no incluyen lista de ingredientes. Mi hamburguesa ultraprocesada sin carne y mayonesa ultraprocesada sin huevos son un tetris de sustancias derivadas de plantas, de la matriz principal a cada uno de sus aditivos. (Salvo el muy polémico antioxidante etileno diamina tetra acetato que agregan a la mayonesa y se obtiene por síntesis del formaldehído, etilendiamina y el cianuro de sodio; una sustancia que debería incluir lista de contraindicaciones al menos para niños o embarazadas). Productos que jamás podría replicar en mi cocina ni sé bien qué efecto tienen en mi organismo porque ningún alimento puede compararse con alguna de sus partes aisladas. Quien las diseñó fue Giuseppe: un algoritmo que debe su nombre a Giuseppe Arcimboldo, el pintor milanés que creaba rostros ensamblando plantas y frutas.

Giuseppe el algoritmo tiene un archivo de cientos de plantas que analiza no según sus cualidades culinarias, sino molecularmente buscando aquellas sustancias que puedan emular las texturas, aromas, colores y sabores de la carne (o de la mayonesa, o de la leche, o del pescado). Decodifica arvejas, repollo, chía pero lo que obtiene no son necesariamente alimentos sino más bien estímulos que combinados entre sí pueden actuar sobre nuestra percepción con la eficacia de convencernos de que comemos algo que en realidad no es.

“La comida son adn, arn, carbohidratos, proteínas, grasas. Entre especies hay más similitudes que diferencias pero lo que da la diferencia y hace a la identidad del alimento es el desafío a romper: se busca que el cerebro ante la sustitución no note las diferencias”, dice uno de sus creadores, Pablo Zamora, en un capítulo de la serie digital La Era IA, producido por Google y conducida por Robert Downey Jr.

La primera empresa en mostrar esto fue Impossible Foods, que se metió a explorar carne hasta que descubrió heme, la molécula que le da sabor. Una molécula que curiosamente no es exclusiva de la carne sino que se encuentra en todas las criaturas del planeta. Con ese descubrimiento lanzó en 2011 la primera de estas creaciones, Impossible Burguer. Un medallón ultraprocesado que sangra soja, leghemoglobina de soja transgénica, y otros 20 ingredientes amasados en un laboratorio.

NotCo llegó unos años más tarde de la mano de tres muchachos chilenos de veintipico de años que estudiaban en algunas de las universidades más famosas de Estados Unidos (Berkeley, Stanford y Harvard). Pablo Zamora, Matías Muchnik y Karim Pichara; un genetista, un experto en finanzas y un ingeniero. “¿Cómo puede ser que entre tantos avances que hay en exploración espacial nuestra comida siga siendo igual?”, se preguntaban mientras soñaban con su startup – emprendimiento prometedor y tecnológico – al cual no tardó en llegarle la inversión: 30 millones de dólares de Jeff Bezos, el fundador del gigante mundial Amazon.

“Yo jamás me había planteado estas cosas pero tienen todo el sentido: alimentar una vaca dos años para matarla y comerla es un absurdo y un gastadero”, me dice Mauricio, el argentino de NotCo del otro lado del zoom. “El futuro está acá”, dice también mientras me explica que la misión de Not Co es crecer, posicionarse y enseñar.

“El 92 por ciento de quienes consumen nuestros productos no son veganos ni vegetarianos”, dicen también en NotCo mientras caminan por la puerta grande que abren junto a compañías como Sweet Earth de Nestlé o Pure Farm Land del productor de carnes Smithfields. Porque la industria Plant Based, como les gusta llamarse, no viene a dar una batalla de opuestos con la industria carnica sino a sumarse: usar sus inversiones, plantas procesadoras, canales de distribución, góndolas y restaurantes.

“Venimos a cambiar a la industria desde adentro”, resume Mauricio.

Una apuesta que aún no fue probada. De hecho cuanto más grandes se vuelven estas marcas más propensas se muestran a hacer lo contrario: cambiar sus principios para encajar en ese mercado de gigantes. Impossible Burguer comenzó utilizando fuentes de producción orgánica y unos años más tarde se volvía promotor de los organismos genéticamente modificados porque dicen: “Necesitamos reemplazar 10 ^ 12 libras de productos animales para lograr nuestra misión. 10 ^ 11 libras no salvarán al mundo. Ser una empresa alimentaria de éxito no es suficiente. Incluso ser la empresa de alimentos más exitosa de la historia no es suficiente. Necesitamos crecer exponencialmente, duplicando la escala cada año durante los próximos 15 años. Eso significa no solo aumentar la escala de nuestro impacto y nuestro negocio todos los años, sino escalar cada vez más rápido cada año. Lo que se siente grande ahora, en 5 años o incluso en 10 años, se verá diminuto” .

Producir mucho de una sola cosa – vacas, soja, o arvejas – y ultraprocesarlas lleva inevitablemente a forzar a la naturaleza que son animales, son plantas, somos nosotros. Todos los problemas que nos acorralan surgen de ese paradigma de simplificar, homogeneizar e industrializar el campo y la alimentación: los monocultivos tóxicos, las granjas-fábrica, el cambio climático, el empobrecimiento rural y el hacinamiento urbano. Y finalmente el boom de cosas comestibles hechas siempre de lo mismo y maquilladas para que se vean distinto, los “alimentos” que nos enferman. 

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Esta es una historia larguísima aún con final abierto y algunas ideas sueltas, pienso mientras pongo al horno un par de medallones de garbanzo que me regalaron unos amigos. Ellos aprovecharon la crisis pandémica para armar Sazón Comiditas Veganas un emprendimiento de hamburguesas de legumbres preparadas con ingredientes agroecológicos comprados a productores familiares. Aunque no tiene nada que ver con una experiencia hamburguesa, son deliciosas y seguramente me caerán mejor que la que comí anoche. Además podré a compartirla con mi hija de casi tres años que aún no probó ningún comestible ultraprocesado y entonces es una niña que disfruta de la comida con un placer sin dilemas, honesto, simple y concreto.

¿Qué es comer? ¿Qué función cumple ese acto más allá de la nutrición y del sabor que nos lleva de las narices?

Comer es conectar y vincularse con un territorio, sus plantas, sus animales, las personas, su historia. Una historia que puede ser de crueldad y extinción masiva con mataderos o experimentos millonarios, o puede ser algo muy distinto: una historia de reconexión y de amor.

Cuando empezaba la pandemia entrevisté a la científica y líder ambiental Vandana Shiva: Hablamos del mundo por venir, de la necesidad de reparación, de cómo eso puede darse. Hablamos también de estas hamburguesas imposibles.

“Imposible Burger – me dijo Vandana Shiva – es una hamburguesa artificial creada en un laboratorio mediante plantas salidas de monocultivos tóxicos, o sea tratadas con violencia, que para su producción violentan campesinos, mariposas y abejas, y animales que por supuesto ya no viven en torno a esos cultivos. Esa hamburguesa de soja que parece carne sangrienta es una mentira. Y hay algo que se llama verdad: no se puede pregonar una idea de alimentación no violenta partiendo de esos alimentos, de esa relación mentirosa con la tierra y con el propio cuerpo. Tal vez quien come esas invenciones crea que llegó a algo mejor pero solo porque permanece ciega a todo el horror que decidió no ver. Y así comiendo la hamburguesa, como un adicto a la heroína, será llevado por este sistema hacia otro nivel más oscuro y difícil del que salir, con un costo altísimo para la tierra en su totalidad y para sí mismo”.

Estamos al borde de la extinción masiva por la imposición de un sabor absoluto – llamémoslo hamburguesas, o mejor llamémoslo capitalism – que no puede convivir con otros. Al mundo se lo quedan y comen una y otra vez los mismos: el agronegocio de vacas y soja, el de Bill Gates y Jeff Bezos, el de los laboratorios a donde  quienes tienen el conocimiento para cultivar la tierra, guardar semillas, o cocinar con comida de verdad solo pueden entrar como personal de limpieza.

Pocas cosas resultan más fascinantes que esta misión llamada futuro. Sin embargo hasta ahora ha resultado en costosas apuestas que, en su mejor versión, la evidencia proyecta como paliativos temporales para un planeta que está hecho añicos. Alternativas tan fantasiosas como creer que nuestra civilización puede seguir siendo parte de esta destructiva bacanal carnista y que haya futuro. Comamos sobre todo plantas  pero diversas, frescas, cosechadas y elaboradas por personas con las culturas alimentarias como guía. Ese plan, sostenido por millones de agricultores desde hace diez mil años, es descartado por poco sofisticado por un poder enamorado de Silicon Valley. Sin embargo es el que sigue sosteniendo lo mejor de nuestro sistema alimentario: su biodiversidad, sus sabores reales y esa conexión con la naturaleza que necesitamos recuperar antes de que sea demasiado tarde.

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