Hay que contarnos historias
Comencé a dar clases hace ocho años. Es fácil encontrar trabajo como profesor de inglés en México. Según algunos, incluso cuando no sabes hablarlo. Al principio me parecía irritante enseñar Lengua Extranjera a jóvenes que a duras penas sabían jota sobre la propia. Me recuerdo ahogada en frustración cuando una de mis alumnas no entendía qué
es un sustantivo en español, jamás habría podido responderme en cualquier otro idioma, ¿Cómo enseñarles una segunda lengua cuando no conocen la suya?
Justo antes de que las noticias sobre el virus comenzaran a esparcirse, dejé mi trabajo en una escuela privada. Por primera vez estaba con alumnos de nivel preescolar. Me había encariñado rápidamente con ellos, tal vez por eso no me fue posible ajustarme a un sistema que me pedía actuar como carcelera de un grupo de pequeñines. Sabía que lo más conveniente para su desarrollo era estar al aire libre, sin la vigilancia de una involuntaria
policía, gritándoles que se sienten derechitos, que se callen, que no salten, que no canten.
Pensé que no volvería a enseñar a nivel básico, me resultaba insoportable la idea de tratar a los niños como si no fueran la vastedad de posibilidades que son. Vi venir la pandemia. Recuerdo la angustia que sentí cuando le externé mis preocupaciones a mi esposo que no creía que el virus se fuera a extender. Cuando se anunció en México el cierre de eventos masivos y centros de recreación nos preparábamos para recibir a la familia que venía a festejar el cumpleaños de nuestro hijo.
A una semana tuvimos que cancelar todo. El pequeño lo comprendió, pero su tristeza fue notoria, aún hoy habla de sus cumpleaños siguientes en los que, con suerte, se repondrá de éste que se le deshizo en las manos.
En los primeros meses mi niño veía por la ventana a los transeúntes que siguieron con su vida normal mientras él se veía obligado a permanecer encerrado, colgaba hojas de papel con información, pidiendo a los vecinos atender las medidas de seguridad establecidas por el gobierno. Mi esposo las retiraba por temor a contrariar a los escépticos.
Todas las noches escuchábamos a los niños de la calle golpear el portón con sus pelotas, gritar, correr; mientras nosotros nos preguntábamos qué película veríamos esta vez. Cuando se acercaba el inicio del año escolar había una tenue esperanza de que las clases presenciales se reanudaran, pero pronto se difuminó. Los demás padres tardaron un poco
en ponerse al día con las nuevas tecnologías, y los canales en que supuestamente se transmitirían las clases eran imposibles de encontrar o colocaban todo en horarios terribles.
Mi hijo, particularmente extrovertido a pesar de vivir con dos padres que sufren de ansiedad social, se iluminó cuando sus compañeros comenzaron a aparecer en la pantalla de mi computadora. Pero a mí me angustiaba no tener el equipo que uso para escribir justo en los horarios en que las clases en línea podrían darme un respiro de los deberes maternos para poder dedicar a mis proyectos personales.
Además, de las actividades extracurriculares que ofrecía el colegio ya no había nada. Los otros padres con más hijos tenían que hacer malabares con los horarios y los equipos disponibles para que todos pudieran recibir clases. Las escuelas públicas no estaban ofreciendo clases en línea, los
profesores enviaban instrucciones a los padres, que se tenían que hacer cargo de enseñar a sus hijos, trabajar y hacerse cargo del aseo de la casa; al menos nosotros teníamos el breve respiro de las clases en línea.
Dentro de todo nos consideramos afortunados: sólo había un niño en casa, lo que hacía más fácil que dispusiéramos de uno de los celulares para su uso exclusivo. También porque mi esposo y yo teníamos experiencia en enseñanza, comenzamos a leerle clásicos y aprovechamos cuanto material digital fue liberado. Aún así se desesperaba. Parecía que se ahogaba encerrado, comenzó a tener ataques de ansiedad e insomnio. La primera vez que nos despertó a gritos en la madrugada, creímos que sería un episodio aislado, una pesadilla, pero al poco tiempo se volvió habitual. “Mami, no sé qué me pasa, no puedo dormir, siento algo raro en mis pies”, decía. No hay forma en que los electrónicos sustituyan el contacto social sin deteriorar la salud mental de los usuarios.
Sin la maestra de inglés del colegio, yo practicaba todos los días con él, pensando que así no se retrasaría. Pero me preocupaban los otros niños de su clase. Un día la idea me cruzó la cabeza y se la plantee a la profesora titular: ¿Y si yo imparto la materia? Les cobraría una pequeña cantidad y ofrecería las clases que la escuela no podía. La mayoría de los padres accedió y en sólo una semana comencé a trabajar con los niños.
A pesar de que en un inicio estaba genuinamente preocupada porque los pequeños no recibían clases de inglés, no pasó mucho tiempo para que me diera cuenta de lo secundario que era mi papel como profesora. Conseguí en trueques diferentes libros de ejercicios y cuentos, algunos con artículos de divulgación científica. Acumulé letras de canciones, videos con subtítulos o que pudiera traducir fácilmente.
Sé que la mejor forma de aprender una lengua es sumergirse en ella, pero mi idea era otra. Los padres eligieron dos sesiones en la semana, por las tardes para tener los equipos disponibles, y porque sería una pausa de las horas de televisión. Yo soy un sustituto de la televisión. No lo pienso con amargura, los niños no tienen otro remedio durante el encierro. Asumí que mi papel no era tanto enseñar como proporcionar un espacio de descanso en medio de la confusión: les leo cuentos. Empecé a hacerlo para
terminar mis sesiones con una buena nota, que los niños se divirtieran un poco.
Les leía en inglés y traducía mientras avanzaba. Se fue volviendo más y más importante conforme veía el entusiasmo con el que recibían el anuncio del próximo texto. We owe each other to tell stories, dice Neil Gaiman. Si explicamos el mundo a través de historias, tiene sentido que ante el desasosiego que nos gobierna, la literatura, el arte y todas las formas de narrar de las que disponemos se presenten como una panacea. Hay
que fortalecer el universo interior para que el caos del mundo no nos desmorone.
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