SAINT-DIÉ, Francia. (29 de marzo). Día 13 de confinamiento…
Son las 7 am del reciente horario de verano. Levantarse es un poquito difícil pero ya la luz del día resplandece por la ventana. El cielo está cubierto y la temperatura es apenas de 3 grados.
En la agenda nos esperan dos horas de carretera para llegar a Luxemburgo. La agencia Magnum ha encomendado a Jérôme Sessini de presentar una imagen que para él puede ser una interpretación visual de la “esperanza”. Sí, así como suena. Interpretar visualmente la esperanza en medio de la crisis sanitaria más extensa que ha vivido el mundo en nuestra era moderna. Jérôme se cuestiona y en mi cabeza busco ese sentimiento tan profundo yo creo que muchas nos aferramos a creer que existe.
Nuestro periplo comienza en Saint-Dié, una pequeña ciudad del Este francés, región que ha sido epicentro e inicio de los casos de coronavirus en el país. Líneas continuas o intermitentes, largas llanuras verdes como alfombras se extienden a cada lado de la ruta, aires de reposo o estaciones de gasolina desfilan frente a nosotros.
Durante varios kilómetros avanzamos en una carretera prácticamente vacía. Detrás o en sentido contrario, ni un solo auto cruzamos en el camino.
Hacemos un primer stop para estirar las piernas y tomar un café. La estación de gasolina en autoservicio funciona pero no se puede entrar en la boutique. Detrás de los ventanales, refrigeradores plenos de sándwiches, pequeños estantes bien surtidos de chocolates, papitas y demás chucherías adornan el entorno del único empleado que atiende el lugar. Nuestro café y dos barras de chocolate se deslizan en un pequeño cajón que atraviese el muro. Aquí ni el mínimo riesgo de proximidad entre nosotros y nuestro interlocutor.
Seguimos nuestro camino y media hora después estamos en Luxemburgo. Al cruce de la frontera, ningún control. Pocos minutos después nos detenemos para cargar gasolina. Un tanque lleno por apenas 40 euros. El litro cuesta 98 centavos aquí contra 1,60 en Francia. Los ciudadanos fronterizos lo saben bien y aprovechan las ventajas de la geografía para economizar, entre otros productos, en cigarros o tabaco suelto.
Unos kilómetros más adelante y llegamos a Bélgica. Primer control de la frontera a la altura del pueblo de Hondelange. Autos, camionetas y policías de aduana. Uniformados, chaleco anaranjado encima, bufanda alrededor del cuello a modo de cubrebocas y guantes negros nos hacen señas para detenernos. Como es obligatorio en este momento, sacamos de inmediato los justificativos. Certificado impreso, carta de identidad y breve explicación del por qué de nuestro desplazamiento. El oficial belga toma los documentos, echa un rápido vistazo y nos abre paso diciéndonos “bon travail et belle journée à vous”.
Nuevos paisajes de pequeños pueblos periféricos entre Luxemburgo y Bélgica. En el pueblito de Martelange nos detenemos para hacer algunas tomas en este punto donde las dos naciones se codean.
En medio de avenidas vacías, un cielo gris y un frío helado que nos recuerda que el invierno aún no se ha terminado, observamos el paisaje un tanto desolados. La esperanza en mi no se manifiesta.
El assignement parece comprometido también pues a esas alturas, casi las 2 pm, Jérôme no parece tener aún la imagen que busca.
De regreso, por la misma carretera que de ida, hacemos un alto en el puesto de frontera de Spertelich (entre Luxemburgo y Bélgica) que hoy no es más que un viejo recuerdo de la Europa todavía físicamente divida.
Cámara fotográfica en mano, Jérôme observa el paisaje listo para disparar si, por azar, algo le inspira. Lo observo de espaldas, miro el paisaje y un fuerte viento resuena en mis oídos. Veo y siento los ligeros copos de nieve caer, rozarme el rostro, depositarse en la chamarra de invierno que aun llevo puesta y mis manos a mitad moradas de frío cargando el flash por si es necesario para la foto.
– Entonces, ¿cómo vas interpretar en imagen “la esperanza”?, le pregunto.
– No sé, más bien lo que veo aquí es la esperanza decepcionada de una Europa unida.
Voilà! Nuestro regreso continúa y no sé bien lo que su lente pudo capturar pero entiendo su sentimiento y de su voz escucho la reflexión de quien ha podido, por su trabajo, experimentar situaciones de guerra.
“Veo les Vosges (departamento del que forma parte el pueblo donde Jerome nació) y es como si viera una zona de guerra. Recorrer kilómetros y kilómetros de carreteras vacías, solo falta ver en los bordes levantarse las columnas de humo por encima de casas quemadas”. La conversación se detiene ahí.
La radio toma el relevo. Los noticieros indican la cifra cotidiana de muertos. Hoy son ya 2 mil 606, 292 más que ayer. Los casos confirmados también aumentan, 19 mil 354 personas hospitalizadas de las cuales 4 mil 632 se encuentran en estado grave. Las personas infectadas por el virus se eleva a 40 mil 174.
Y entre las cosas que pasan en casos de crisis y a las que nos cuesta darles crédito: el robo de cubrebocas quirúrgicas se multiplica en el país cuando la penuria es el punto negro del sistema de salud en estos momentos. La venta de aparatos respiratorios en internet por sumas excesivas y la presentación en farmacias de recetas falsas para procurarse la cloroquina. Este medicamento que tiene divididos a médicos y a la comunidad científica francesa sobre los efectos “positivos” de un tratamiento a base de este fármaco contra el coronavirus que se vende bajo el nombre comercial de plaquenil. ¿Hasta dónde podemos llegar por miedo (o por avaricia)?
Finalmente, la nota de esperanza me llega cuando escucho que pese al número de muertos en Italia y en España la curva de infectados ha comenzado a bajar. En tiempos de “guerra” todo es positivo por muy mínimos que parezcan los avances.
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