MILÁN, Italia.- No recuerdo mi infancia sin perros. Desde que tengo uso de razón, en mi casa siempre hubo uno, al menos, y sin embargo casi no recuerdo sus nombres. Quizá porque yo nunca los elegí y nunca los sentí como míos. Todos eran de mamá.
Ella los acariciaba, los cuidaba, los alimentaba, los regañaba, los educaba, los sacaba a pasear, jugaba con ellos, les aseaba sus espacios, los llevaba al doctor cuando enfermaban o necesitaban alguna vacuna. Como si fueran un hijo más… Sólo les faltaba que los llevara a la escuela.
También los molestaba haciéndoles diabluras que sólo de ella permitían. Con ellos también acostumbraba a hacer sus locuras de salir de madrugada con el pretexto de que no habían salido todo el día aunque yo le suplicaba de no hacer esos paseos tan noche.
Todavía no entendía esa claustrofobia que aún siente y sólo pensaba en el miedo que me provocaba que saliera “a la hora de los malos”, pero irónicamente mi tranquilidad también eran los perros, pues de todos los que tuvimos, ninguno fue de talla chica y más bien eran de naturaleza recia, que enfurecían ante cualquier extraño que se acercara a nosotros, pero especialmente a ella. Siempre la salvaron.
Me acuerdo de una, la Sioreli. Una mezcla de perro callejero (criollo creo que les dicen) con Pastor Alemán. Parecía tranquila pero era una traicionera. Apenas te volteabas y te encajaba los dientes. Con ella, un largo tiempo de nuestras vidas, lo repartimos en las clínicas para acompañar a las personas agredidas, además de un montón de dinero en las farmacias para comprarles lo que los médicos les recetaban para evitar la infección, el dolor y nosotros agregábamos algo para el susto.
Su certificado de “No Rabia” estaba entre las cosas más importantes de la casa. Junto a las llaves, el alcohol y las gasas y nuestro dinero de emergencia.
La Sioreli, en especial, adoraba a mi madre. La seguía a pie o, mejor aún, en bicicleta. Cuando apenas reconocía el artefacto de dos ruedas, saltaba altísimo por la emoción, pues sabía que esa noche le tocaría correr.
Estaba embarazada cuando salió una madrugada a perseguir a mi madre a toda velocidad. Al otro día tuvo un parto improvisado que sólo yo comencé a ver desde la ventana porque justo ese día todos en casa habían salido y yo no me atrevía a ayudar a la pobre perra. Lo único que se me ocurrió, fue ponerme a llorar.
Entre lágrimas, le llamé a mi hermano, el más chico, para que regresara a la casa porque la Sioreli estaba pariendo. Cuando él llegó y comenzó a regañarme ante mi inutilidad, yo seguía sollozando.
Él, como si fuera un experto veterinario, a sus 18 años se arremangó la camisa y sin problemas iba recibiendo a los cachorros ensangrentados y envueltos en su placenta mientras acariciaba a nuestra perra que seguramente con él había recuperado un poco de su cotidiana tranquilidad.
Hoy me acordé de esto, pues fue hasta que se desató la pandemia cuando de verdad comencé a replantearme la idea (y oportunidad) de tener un perro. Un perro, eh? No un gato, no una tortuga y tampoco un conejo. Se necesitaba un perro y ahora entenderán por qué.
Los largos días de encierro en casa se aminoraban cuando podía salir a traer nuestras reservas alimentarias para los días de guardar. Al principio no hacía mucho caso de las demás personas que estaban en las calles. Me importaban sólo que las filas de los supermercados no fueran tan largas y ver a la gente que salía a pasear con sus perros no me provocaba nada.
Después sí. Mientras el tiempo pasaba y el encierro crecía, los comenzaba a ver con cierto recelo y luego hasta odio cuando me acordaba que ya mis hijos llevaban más de dos meses sin poder salir y ellos también necesitaban un poco de aire. Ésa también era una necesidad.
De todas partes de Italia (y luego del planeta) comenzaron a sacar noticias que tenían que ver con estos cuadrúpedos. Una me hizo reír mucho, pues habían detenido a un anciano en la calle con un perro de peluche. Quién sabe si ingenuamente creyó que sacar a pasear al animalito, aunque fuera de mentiras, valía lo mismo para estar un poco más afuera.
Aquí en Italia, las noticias sobre las salidas con perros crecían en los tiempos más difíciles, cuando al mismo tiempo las leyes comenzaron a endurecerse: cambios de autocertificados para salir, multas por no respetar el confinamiento y hasta cárcel si aún sabiendo que eras positivo te atrevías a asomar la nariz fuera de tu casa.
Pero quien tenía un perro, también contaba con más oportunidades para infringir la ley. Hasta que la cantidad de estas salidas sin motivo eran ya tantas, que también a los perros les pusieron límites: “No salir con sus respectivos dueños a no más de 250 metros de su domicilio”, y es que el colmo fue cuando a varios propietarios los habían sorprendido a más de 30 kilómetros de distancia. Siempre fueron los perros el pretexto ideal.
Bueno, hubo quien los alquilaba. En esos días circuló aquí el video de unas vecinas pasándose a la mascota de una por el balcón. Otras que se lo pasaban de un piso a otro en una canasta, como en muchos lados hacen las personas para darse las llaves, el dinero o cualquier cosa que se les haya olvidado y no quieran volver a subir.
Otra noticia extraña fue que en varias partes del mundo, las perreras se habían quedado vacías por la gran cantidad de gente que empezó a adoptarlos. ¡Milagros de la pandemia!
De los 160 días que llevamos en Italia de emergencia sanitaria, nosotros pasamos 90 completos sin poder salir de casa.
En esos días mis niños resistieron a todo. A no ir a la escuela, a no ver a sus amigos y a sus maestras, a dejar de asistir a sus clases de guitarra, a no aventarse a la alberca por no poderlos llevar a sus clases de natación, a no ir a los parques, a los cines o por una malteada, pero lo más importante fue que resistieron nuestros enojos y nuestras tristezas. Nuestros malos ratos y mis cero ganas que a veces tuve por no querer hacer nada, por no querer hablar con nadie, por enojarme todo el tiempo.
Y aún así nos aman, pero pienso que si hubiera escuchado antes con más atención sus peticiones por tener en casa un perro, todo hubiera sido infinitamente más fácil. Así que espero que la próxima pandemia nos agarre con un Firuláis en casa, pues aunque quizá tampoco podamos salir, seguramente él no se enojará nunca con ellos y ellos lo amarán como mi mamá hace aún ahora con los suyos.
+++
Llevo rato viendo lo de las explosiones en Beirut… Definitivamente nos hace falta un perro.
+++
Hoy, desde Salud Primero llegamos al fin de nuestra serie “Mamás en Cuarentena”. Agradecemos eternamente a todas las que se sumaron a esta aventura de contar a tod@s cómo han vivido y enfrentado desde su intimidad esta pandemia que, por desgracia, aún no termina.
Las historias por supuesto siguen y tod@s estamos a la expectativa de cómo enfrentaremos nuestra nueva normalidad en el siguiente ciclo escolar, donde muchos aún no sabemos cómo será exactamente. Lo que sí sabemos es que, sobre todo las mujeres, dependemos de ello para realmente alcanzar nuestra normalidad.
Por lo pronto, desde este espacio invitamos ahora a ellos, a los papás que también tienen mucho que contar sobre la cuarentena y la pandemia de este rarísimo 2020 que seguramente nadie olvidará.
Dejar un comentario