Ser mamá no es una tarea fácil por donde se le mire. La frase parece ser lugar común, pero con la cuarentena a cuestas toma un mayor significado, que bien vale la pena describir; este es un ejercicio muy válido para dejar constancia de lo que sucede a raíz del encierro (inédito y a nivel mundial) que cumplimos desde hace más de dos meses en México a fin de paliar los casos por covid19.
En mi caso, todo empezó el 17 de marzo cuando ya no pudimos ir a la escuela ni mi hijo, ni mi marido ni yo. Así es, los tres vamos a distintos planteles: mi preadolescente está en primero de secundaria, mi marido es profesor de preparatoria y yo estoy cursando una maestría, ahora, en la Universidad Autónoma de Querétaro. Todas nuestras actividades escolares se desarrollaban de manera presencial… Hasta ese día.
Más o menos una semana antes de que comenzara nuestro encierro, ya se hablaba de que en México se empezarían a impedir, como en otras latitudes, las actividades no esenciales y, por supuesto, acudir a clases.
A nivel nacional, el gobierno federal implementó la Jornada Nacional de Sana Distancia el 23 de marzo. Sin embargo, los gobernadores de estados como Nuevo León, Jalisco y Querétaro, entre otros, decidieron ir por su cuenta y anunciaron que la medida entraría en vigor antes, es decir, el 17 de marzo, un día después del puente o fin de semana largo programado por la conmemoración del natalicio de Benito Juárez.
Fue así que empezó una etapa de aprendizaje constante, veloz y a trompicones con las Tecnologías de la Comunicación y la Información, las llamadas TIC, y el internet. En un principio, las clases de mi hijo no fueron por en línea; cada uno de los maestros, de las 10 materias que lleva, envió hojas y hojas interminables de tareas y trabajos que tenían que enviarse en algún día y hora específica, ya fuera por e-mail o a través de la plataforma digital que usan en la escuela y que se maneja a través de una Tablet. Dicho sea de paso, esa Tablet no puede ser usada nada más que para cosas de la escuela (aunque la hayamos comprado los padres de familia, no la escuela) y ésta ha sido el medio tecnológico que ha permitido que los chavos no pierdan el ciclo escolar.
Fue entonces que en un abrir y cerrar de ojos mis actividades de mamá, esposa, ama de casa y estudiante, se multiplicaron para convertirme en maestra, prefecta, fotógrafa, editora, productora, reloj checador, recordadora de actividades, youtuber, practicante de fitness, yoga y pilates, así como consuelo de los afligidos. Jajaja, sí todo eso más redactora de una tesis de posgrado. ¡Caos total!
Esas dos últimas semanas de marzo primero resultaron algo prácticas porque no tenía que desplazarme para llevar a mi hijo a la escuela ni ir a la universidad, traslados que se hacen muy pesados al vivir en una ciudad cuyo transporte público ha sido calificado como de los peores del país. El deficiente sistema de transporte público obliga a tener hasta dos autos por familia; entre otras cosas, esto provoca que el tránsito vehicular, en las horas pico, sea a vuelta de rueda. Con el encierro me estoy ahorrando como hora y media de circulación diaria y unos buenos pesos por no consumir gasolina.
Y digo que me tuve que convertir en fotógrafa, editora, productora y youtuber porque el profesor de clase de educación física de mi niño pidió que se mandaran evidencias de que los chamacos estaban haciendo el ejercicio que se les pidió. Envió varios links a videos en Youtube donde había entrenadores dando clases de fitness. La evidencia se trataba de fotografiar al joven alumno haciendo ejercicio con un acompañante. Obvio, ese acompañante tuve que ser yo.
Otra de las evidencias fue que el alumno debía hacer un vídeo musicalizado con su propia rutina de ejercicios de ¡media hora de duración! Obviamente el estudiante no podía grabarse a sí mismo haciendo esos malabares. ¿La tarea era para los alumnos o para los papás?
Fue entonces que instalamos el “set de grabación” en la habitación de mi enano: no queríamos mostrar mucho de la casa, nuestra “iluminación” fue la lámpara de noche que está en mi buró; el fondo de nuestro plató era el clóset; y mi computadora hizo las veces de una cámara y yo de camarógrafa e iluminadora. Con el ordenador de mi hijo reprodujimos un tema musical sin derechos de autor para que se grabara al tiempo que él hacía ejercicios y, así, luego poder subir el video musicalizado a YouTube y evitar que la plataforma lo “tumbara”.
Un día antes, yo tuve que exponer un tema para mis compañeros de clase. La mecánica era hacer el video de 20 minutos y subirlo a YouTube. Así que tuve que abrir mi propio canal para hacer mi exposición, mismo que me sirvió, después, para subir el video que a mi hijo le habían pedido de tarea. Después de muchos malabares, muchas horas sin dormir, evitar los sonidos de los autos de afuera, los ladridos de los perros y demás, nuestra misión fue exitosa; yo entregué mi tarea y mi hijo la suya. En calificaciones, a mí no me fue tan bien como a él, pero salimos avante.
Después vinieron las vacaciones de Semana Santa que se nos fueron como agua. En mi caso, no hubo descanso, la tesis era y sigue siendo un tema de todos los días. Al retornar a clases, en el cole de mi jovencito comenzó otra rutina y ahora las clases son online.
Estamos en la semana número once del encierro. En el caso de Querétaro no se prevé el regreso a las aulas ni a la llamada nueva normalidad para el 1 de junio como se había previsto. No quiero hablar de cuestiones políticas, pero, aunque el semáforo sanitario propuesto por el gobierno federal permite el regreso a las actividades de manera paulatina solo para los municipios que no tienen contagios, en esta entidad la autoridad estatal ha dictado sus propias medidas y no se levanta la cuarentena, por ahora, en ningún lugar del estado.
En Querétaro, hasta el 28 de mayo, las autoridades sanitarias reportaron 812 casos confirmados de Covid19 y 84 defunciones. A nivel federal, México tiene 81,400 casos positivos y se reporta el fallecimiento de 9,044 personas. Ello posiciona a nuestro país en el nada honroso octavo lugar a nivel mundial por el número de muertes.
El resumen de esta cuarentena podría ser que “estamos empantallados”. Pantallas de computadora, iPad, teléfono inteligente y laptop para las clases online, las tareas, para comunicarnos con nuestros seres queridos a través de videollamadas, para hacer ejercicio, para distraernos, para los videojuegos, para ver y oír misa, para los webinar, para leer decenas de papers y tratar de redactar una tesis de posgrado; y, en el caso de mi esposo, para trabajar, contestar correos electrónicos, revisar tareas de unos 200 alumnos y dar clases.
Justo hoy a la hora de la comida, mi hijo, que a sus 12 años había sido muy feliz con videojuegos en línea, sacó todo el estrés que traía y dijo tajante: “¡Ya me cansé de tanta pantalla, prefiero ir a la escuela!”. Tiene clases online seis horas de lunes a viernes, más el tiempo que invierte en hacer las tareas y enviar las famosas “evidencias”. El ciclo escolar termina el 15 de julio, igualmente con trabajos a distancia. Dijo que se cansa más ahora que cuando iba a la escuela.
“Iba” suena a algo lejano y que, si nos ponemos dramáticos, podría no volver a ocurrir o al menos no de la manera que lo conocíamos. Ojalá me equivoque. La mañana del viernes 29 de mayo, la Secretaría de Educación Pública anunció que el regreso a clases será el 21 de septiembre, siempre y cuando el famoso semáforo sanitario esté en color verde, es decir, cuando no haya peligro de contagios o el número de casos de Sars-Cov2 haya bajado.
Sé que no debería quejarme porque, bien que mal, mi marido, mi hijo y yo podemos seguir trabajando, tomando clases y estudiando. Sé que somos parte de esa población que tiene acceso a todos los servicios, empezando por una casa, y que hemos podido cumplir la encerrona sin que ello signifique perder el empleo. Nuestras familias no se han contagiado, gracias a Dios. Tenemos salud y tenemos comida. Nos tenemos a nosotros mismos.
Lo que no sé es cuánto tiempo más podremos aguantar el encierro. Personalmente ya me cansé de las pantallas. Lo que más quiero es poder abrazar a mis seres queridos, tomar un café con mis amigas o comer un helado sin miedo a nada. Lo que deberíamos hacer, cuando volvamos a la normalidad, es dejar de depender tanto de lo electrónico, botar los dispositivos y cambiarlos por abrazos, apretones de manos, golpecitos en la espalda, miradas cómplices y risas en vivo y a todo color.
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