A principios de año, los noticieros hablaban sobre una nueva enfermedad que comenzaba a golpear a la humanidad, lejos de nuestras tierras, de nosotros, de nuestro diario vivir. Nunca imaginamos el momento en que llegaría a nuestro país, a nuestra ciudad, a nuestros conocidos, peor aún, a nuestras familias, a nuestras vidas, en realidad nunca tomamos conciencia de cómo cambiaríamos.
Pero, a mediados de marzo lo inesperado llegó y en contra de nuestra voluntad, ya no volverían los días como ese último en que pudimos tener convivencia social con todos aquellos que conocemos y apreciamos. Después, las compras de pánico, el aislamiento, el temor, el diario escuchar las noticias y poco a poco el aprender a vivir en una nueva realidad.
A nuestros hijos los distanciamos socialmente de cualquiera que no fuera su familia más cercana, que tuvieran el menor contacto con el exterior de nuestra casa. Entonces ellos aprendieron a aprender en línea, a socializar más en redes o plataformas, a través de las consolas de videojuegos, monitores o celulares, pero también aprendieron a tener más responsabilidades en casa, a pasar más tiempo con sus padres y sus hermanos, a conversar más y a reír con sus nuevos amigos cercanos, su familia.
Y hoy, después de cuatro meses, con las canas fuera del tinte y el cabello más largo que nunca, inventando y reinventando la cocina, con el diario repetir “chavos ya acuéstense, ya es tarde” o “Chavos ya levántense ya es MUY tarde”, me doy cuenta que tuvimos la oportunidad de vivir una vida que difícilmente volverá a ser la misma, quizá a nosotros, los adultos, nos costará más trabajo adaptarnos a esta nueva realidad, porque creo que a los hijos, a ellos, le ha costado mucho menos.
Ellos ya aprendieron a entrelazar sus afectos mediante una videoconferencia o una conversación vía whatsapp, sus horarios ya no son tan apresurados como los de nosotros. “No pasa nada”, dicen.
Se han acostumbrado a vestir sin marcas, a despertarse un poco más tarde, ellos han ganado algo que a los adultos nos hace falta: “TIEMPO”, creo que es necesario aprender un poco de esa vida despreocupada y con tiempo suficiente.
Aprovechemos esta oportunidad para vivir más tranquilamente, hay que mirarlos y escucharlos, reír a carcajadas con ellos cuando nos cuentan sus videoaventuras, o sus ciberchistes, a conocer mejor sus planes y aspiraciones, pero también aprendamos a calmar sus temores, a infundirles seguridad, en algún momento tendrán que salir y ver de frente a este enemigo que ha apaciguado nuestras vidas, darles mil recomendaciones sobre cómo usar el cubrebocas, la careta, el gel, cómo mantener la distancia y continuar la vida.
Seguramente van a necesitar todo nuestro apoyo para salir adelante, pues el futuro no es muy claro. Ya de por sí les toca un país inseguro y violento, hoy además tendrán que lidiar entre los mil cuidados para conservar su salud y una crisis económica agravada por la pandemia.
Revisando una de mis redes sociales, veía una foto de una conocida en sus últimas vacaciones del año pasado a la que comentaba “cuando éramos felices, pero no lo sabíamos”… Yo creo que éramos felices de otra manera, hoy somos y seguimos aprendiendo a ser de felices en forma distinta.
Aunque mis hijos ya han crecido, sigo sintiendo que son mi responsabilidad, aún los veo como a los pequeños que debo cuidar y proteger, a diario los abrazo y aprovecho ese tiempo para demostrarles que son ese motor que nos mueve a diario y que juntos saldremos adelante.
Dejar un comentario