En Buenos Aires llevamos 125 días de aislamiento social, preventivo y obligatorio. Una situación impensada que se fue mostrando de quincena en quincena para finalmente darnos el tiempo suficiente para experimentar varios estados de ánimo.
Nuestro último día al aire libre fue un domingo veraniego, compartido con amigos en nuestro club, rodeado de árboles y pequeñas lomadas verdes que hacen olvidar que vivimos en una ciudad apurada, ruidosa y con largas noches. Me encanta esa combinación: aire libre y noches largas. Además, en el club disfrutamos de ser un poco más libres. Puedo dejar de estar pendiente de Juana y Juana puede librarse de mi mirada y administrar sus tardes. Esa combinación también me gusta.
Cuando esa tardecita de domingo nos despedimos de nuestros amigos, después de escuchar en ronda y a través de un celular la voz del presidente anunciando la recomendación de cuarentena, nos habíamos prometido un asado al día siguiente. Era una despedida por unas semanas, si acaso un mes, sin podernos ver. Nunca pensamos que sería más. Esa noche entramos a nuestra casa en Almagro, cargadas con toallas mojadas, y festejamos tímidamente que al otro día no había clases. No nos gusta madrugar. No dimensionábamos lo que significaba estar en cuarentena.
Los días comenzaron a pasar y la cuarentena se convirtió en obligatoria. Primero fueron 15 días, luego 15 más. Y así seguimos. Mis trabajos comenzaron a suspenderse, a posponerse para terminar cancelados.
Cuando Juana nació, renuncié a un trabajo bien pagado y con libertad de acción y, si bien necesitaba trabajar, mi necesidad pasaba por tener más tiempo para compartir con mi hija. En los últimos diez años, cuando alguien me preguntaba por la aventura de auto generarme el sustento, le contaba lo feliz que me hacía no tener jefes y manejar mis horarios, aunque terminaba reconociendo que, hasta ahora, había experimentado la parte buena y suponía que en algún momento me tocaría la mala. Y, como si fuera una profecía, con la cuarentena comenzó a cumplirse.
Esta pandemia me encuentra siendo profesional independiente en un mercado turístico que está totalmente paralizado, criando sola a mi hija por la pérdida de su papá y presenciando como mi papá se va apagando a kilómetros de distancia sin poder hacerme presente (por la pandemia ahora, y antes por la culpa de aún tenerlo). Nuestra nueva normalidad ya se venía gestando.
Al principio del confinamiento emprendí mis tareas con entusiasmo: capacitaciones de destinos, usos de plataformas virtuales, análisis de contexto, limpieza con dedicación; la cocina, que me encanta; ejercicio digno y maestra aplicada. Felizmente Juana tiene menos el sentido del “deber ser” que yo, por lo tanto comenzó a protestar y, como hace desde que es muy chiquita, a argumentar y a expresar lo que sentía. Si tengo que describir a mi hija con una palabra, me gusta decir que es sabia. Sí, ella es alegre, inquieta, conversadora y creativa pero, por sobre todas las cosas, es sabia.
Lo nuestro es un mano a mano 7×24 desde hace dos años, pero está colmado de amigos, actividades al aire libre, salidas nocturnas, viajes y muchas aventuras. Nos llevamos bien, nos amamos con devoción, nos damos espacio, nos peleamos de igual a igual, nos reímos mucho. Con ella logré cumplir la premisa de no irme a dormir estando enojada o sin decirnos que nos amamos. Claro, con los hijos es más fácil, los rencores no duran. Sin embargo, la culpa sale a borbotones. Culpa por obligarla a hacer cosas que no tiene ganas, por marcarle los errores, porque me cuesta entender sus tiempos o sus formas, por hablarle mal, porque a veces me canso de escucharla, porque soy lo único que tiene y a veces le doy miedo. Y porque le doy miedo también si no me tiene.
Creo que por primera vez me sentí vulnerable. Suelo parecer anestesiada de dolores o miedos que otros tienen, pero esta vez la pandemia me acechaba y, no contar con alguien que pudiera cuidar de Juana si me contagiaba, me revolvió las certidumbres. A ella, en cambio, le develó una certeza. No sabía que le esperaba en su vida. Podrían ser pandemias, catástrofes o enfermedades. Pero lo que sí sabía era que no iba a tener más a su papá. Eso era un hecho.
Los ánimos se convirtieron en desánimo. Los días pesaban. Discutimos, lloramos, sentimos miedo por nosotras y por los demás y, como hicimos cada vez que estuvimos atravesando un temporal, lo conversamos, nos sinceramos, lo lloramos otra vez y lo ubicamos en algún lugar donde ahora está lo masticado.
En estas últimas semanas abandonamos los ejercicios, la corrección, los horarios y nos dedicamos a compartir historias (como si no lo hiciéramos desde que nació, ja) de magos y próceres. Harry Potter, auspiciado por nuestra querida Ceci, nos acompañó a través de sus películas que vimos cada fin de semana con pochoclo o chocolate en rama, sus libros para reconfirmar detalles y soñando con ir a Hogwarts o, por qué no, que a Juana le llegue su carta para ir a la escuela de magia al cumplir 11 años.
También nos acompañó nuestro querido Manuel Belgrano, creador de la bandera, pensador revolucionario para su época, sobre todo en el rol de la mujer y la construcción de escuelas públicas. El otro viaje planeado por Juana en cuarentena es al pasado para decirle a Belgrano que se quede tranquilo, que hay escuelas públicas y que ella estudia en una. ¡Ah! Y que seguimos usando la celestial bandera que creó y que este año, durante la cuarentena, ella la juró diciendo: “nuestra bandera nos representa como argentinos, nos llama como somos y es amable con las personas de otros lugares que quieren vivir bajo de su movimiento”. ¡Cuánta magia, cuánta proeza, cuánto amor!
De todas maneras nos faltaba sumar cupo femenino a los personajes de nuestra cuarentena. Se nos hizo costumbre reivindicar a las mujeres. Adoramos a Hermione, pero su obligación de demostrar inteligencia y su mote de impura no nos convenció. A Juana Azurduy la tenemos afortunadamente enraizada. Sumamos a Adela Basch, autora de un libro leído en cuarentena (y algunos otros antes) con la que Juana y sus compañeros de la escuela pudieron realizar un zoom y entrevistarla. Ella los valoró como lectores y los alentó a escribir. ¡Punto para Adela!
Y pensándolo bien, creo que nosotras completamos el cuadro. No como próceres, sino como protagonistas de nuestra cuarentena. Poniendo todo nuestro amor y respeto a nosotras, a los demás y, como venimos aprendiendo, también al Universo. Ése que se las ingenia para demostrarnos lo maravillosa que es la vida a pesar de todo. La clave parece ser acompañarnos, respirar un poco de aire puro y, porqué no, un buen asado.
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