Cuando mi hijo Daniel comenzó a cuestionarme sobre la pandemia, el encierro y mi comportamiento, me di cuenta que era el momento de frenar y pensar en nuestra salud emocional. ¿Mamá, ya se fue el coronavirus?, ¿me voy a enfermar?, ¿ya podemos ir a la escuela?, ¿por qué me gritas?, ¿por qué estás enojada?
A sus escasos 4 años no alcanza a comprender qué es lo que sucede, pero por la información que recibe de las noticias, los videos infantiles que explican que debe lavarse las manos y permanecer en casa y los adultos a su alrededor, sabe que algo anda mal.
Cuando Daniel dibuja siempre lo hace pensando en el parque, en los juegos, en su guardería y los amigos que perdió cuando sus maestras se vieron obligadas a cerrar sus puertas y nosotros a encerrarnos en casa.
Hace unos días, antes de su cumpleaños, Daniel dibujó en servilletas las “invitaciones para su fiesta” y me pidió escribir en cada una el nombre de un amigo de la guardería. Hizo invitaciones de Superman y Batman, pero también del coronavirus. Yo intenté explicarle que este año la fiesta solo sería con mamá, papá y sus hermanos Pablo y Emilio.
Pablo, su mellizo, es más sensible. El 23 de junio cuando sonó la alerta sísmica yo salí corriendo de mi casa con los niños descalzos y en pijama. Cuando llegamos a la calle Pablo comenzó a llorar porque no teníamos tapabocas y el virus nos iba a atacar y a enfermar. Pablo se para en la ventana y le grita al maldito virus que se vaya a su país para que él pueda volver a su escuela, a su vida.
Cuando inició el encierro pensé que sin ayuda y sin descanso podía hacer el famoso home office, tomar juntas, mandar documentos, redactar y volver a tomar juntas mientras era maestra, nana, terapeuta, limpiadora, empleada y cocinera al mismo tiempo.
Las primeras semanas intenté que mi hijo mayor Emilio -quien tiene autismo no verbal- tomara sus clases al pie de la letra en línea, sus terapias y todas las recomendaciones enviadas por whatsapp sobre vida diaria y demás actividades.
Compré libros de kínder 1 para que los mellizos estudiaran y pudieran estar listos para su nueva escuela que ahora quién sabe cuándo van a pisar. Y conforme los días pasaron el estrés creció y no podía ni planear bien el menú diario de “comida sana”.
Me los traía a los gritos, amenazas y regaños. La escena era muy estresante, una mamá buscando que su hijo tuviera atención de más de dos minutos frente a la pantalla, que sus hermanos hicieran las famosas bolitas y palitos y por las noches recibiendo al marido con mala cara, despeinada y poniendo más carga a lo cotidiano del “quítate los zapatos, deja la ropa en el cuarto de lavado, no toques nada hasta que te bañes y te tocan los platos”.
Un día, mientras yo regañaba a todos porque no se concentraban, Daniel me dijo: “Mamá, así no se trata a una familia”. Fue entonces que tiré la toalla y me di cuenta que nuestra salud emocional es lo más importante, que quiero que mis hijos recuerden este encierro como algo que fue difícil pero que lograron sortear porque mamá y papá fueron fuertes, estuvieron serenos y lograron protegerlos.
Dejamos las clases en línea, permití la televisión, me puse a hornear pasteles y galletas, hice nuevas recetas deliciosas de comida no tan sana y decidí que era más importante regar las plantas juntos que aprender el abecedario en inglés, que es mejor echarnos todos en la cama sin tender y darnos besos que saber las vocales, que por salud mental era mejor no sentirme la terapeuta de Emilio y mejor apoyarle en las cosas que disfruta y que sí puede hacer.
Sí, me relajé porque ya bastante están padeciendo mis tres hijos que no alcanzan a comprender por qué están encerrados, por qué no vamos al cine, a comer, a ver a los abuelos o al parque; por qué no vamos a La Marquesa que tanto les gusta y por qué pasaron de andar en bici en el parque a tener que correr de un extremo a otro en el estacionamiento del edificio.
Ninguno lo entiende y sus niveles de ansiedad por el encierro son ya suficiente tema para atender. Así que hoy acomodo horarios para trabajar mientras duermen o ven una película. Duermo poco, pero disfruto cada momento con ellos. Cuido mi trabajo sí, pero si hay una crisis en medio de una junta me disculpo, la atiendo y luego regreso a lo mío, sin culpa, sin estrés, sin angustia.
Lo bueno que me ha dejado esta pandemia es ser consciente de que quiero disfrutar cada momento en casa con mis hijos y verlos, por primera vez, crecer cada centímetro, cada kilo, cada nueva idea, cada nueva gracia, cada nuevo suspiro…
Me costó entenderlo y por momentos sí que me quiero regresar a la oficina o dormir una noche completa, pero mientras esté aquí haré lo imposible para disfrutarlos y para cuidar nuestra salud emocional. Ya bastante tienen con tener que lidiar a su corta edad con una pandemia que mata a miles de personas al día.
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