Llevamos más de 100 días de confinamiento, el tiempo transcurre muy lento, parece que fue ayer cuándo tomamos la decisión de tomar previsiones y encerrarnos en casa, fue alrededor de una semana antes del llamado de las autoridades a no salir. Nunca imaginé que iba ser tan largo y que traería tantos cambios en nuestras vidas. Para empezar uno muy bueno: Dany mi hija mayor regresaría a vivir a la casa.
Los primeros días todo transcurrió en total tranquilidad. Dany en su trabajo a distancia; Naty mi segunda hija, estudiando por videoclases la carrera de Cine. Arturo mi esposo y yo con la dinámica del trabajo, que por momentos nos robaba hasta largas horas de la noche. Pero el encierro, nos brindaba de nuevo la oportunidad de convivir en familia, sin prisas, o sin que alguno de los cuatro estuviera presente. Lo hicimos durante varios años, hasta que mis hijas dejaron de ser unas niñas, entraron a la pubertad, sus intereses fueron otros y todo comenzó a cambiar.
Con el confinamiento, redescubrimos juntos las tardes de juegos de mesa o de películas, de series, o las sesiones de cocina o simplemente largas charlas y sobremesas al terminar la cena. No había prisa, el tiempo jugaba a nuestro favor, sobre todo considerando que teníamos un trabajo, lo que nos daba una gran tranquilidad.
En abril un par de mis clientes me anunciaban que los proyectos en los que veníamos trabajando quedaban en espera hasta nuevo aviso, por lo tanto, no recibiría el dinero que tenía programado. Un par de semanas después a Arturo, que trabaja en el desarrollo y venta de maquinaria y equipo con una empresa alemana, le avisaban que entrarían a una especie de suspensión de labores, en su caso habría reducción de salario, había tenido suerte de no ser despedido. Eso generó un ambiente de incertidumbre y de mucho estrés como pareja.
Han transcurrido los meses de mayo, junio, miro las noticias y crece aún más mi miedo, por la caída de la economía y pienso de inmediato en el impacto que traerá a casa. No me había tocado vivir como mamá una crisis económica y eso que crecí escuchando esa palabra en mi casa, sexenio, tras sexenio, pero siempre como hija. Ahora me tocaba como madre de dos jóvenes y junto a mi esposo enfrentarla.
No podía dejar de pensar, como todo cambió en mi vida de un momento a otro, mi “comodidad” por así decirlo, cuando pensaba que ya estaba del otro lado, que por fin llegaba a mí, la oportunidad de trabajar de manera independiente, sin la angustia de tener que contratarme para asegurar el pago de las colegiaturas, las clases extras, los seguros médicos, el pago de la hipoteca y los eternos etcéteras. En un respiro perdía parte de mis ingresos y mi situación como trabajadora independiente se complicaba. Todo lo planeado se podía venir abajo.
Corren los primeros días de julio, el panorama no ha cambiado, pero me siento de mejor ánimo y convencida de que encontraré la manera para reinventarme y para encontrar nuevas oportunidades. No dejo de pensar, como una manera para animarme en esa gran habilidad que tenemos como seres humanos para levantarnos aún en los peores desastres y cambiar nuestra historia.
Como parte de mi terapia diaria para levantar el ánimo, recuerdo una y otra vez, que, a pesar de los malos momentos, este encierro me dejó el mayor de los regalos, que fue el poder recuperar los momentos de complicidad con mis hijas, me brindó una nueva oportunidad, quizá la última de estar los cuatro en casa, de reforzar nuestros lazos, porque pronto, muy pronto, Dany y Naty deberán emprender su propio vuelo.
Termino de escribir este texto y los cuatro estamos en la mesa de la cocina cada uno en lo suyo, pero en el fondo estoy segura de que estamos trabajando en equipo, acompañados de varias tazas de café y teniendo la certeza de que vendrán tiempos mejores.
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