No encuentro palabras que alcancen a definir lo que sentí al descubrir su llanto silencioso frente a la escena del noticiario: un policía blanco ejerciendo presión con su rodilla sobre el cuello de un hombre negro, George Floyd, mientras dice con desesperación: “¡No puedo respirar!”, antes de morir.
Tiene 12 años y son los días que no quisiera que viviera. Los días de la pandemia por COVID-19 que nos cayeron encima sin previo aviso, los que nos han cambiado lo cotidiano y de los que he perdido la cuenta. Pocas veces el silencio ha intentado inmovilizarme frente a ella, pero sucedió por unos segundos, en los que sólo atiné a acercarme rápidamente para apretarla contra mi pecho y dejarla fluir. Una ráfaga de memoria me trajo a la cabeza aquellas preguntas de la niña de mis ojos de años atrás, en diferentes días, a raíz de una conversación sobre la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Las respuestas llegaron y comprendió que ser policía no era un oficio terrible sino lo que se puede hacer con él:
—Mamá… ¿los policías no están para cuidarnos, por qué unas personas dicen que fueron policías los que se los llevaron, a dónde se los llevaron, no volverán con su familia?
–Mamá… ¿si yo decidiera de mayor ser policía qué pensarías y qué sentirías, estarías de acuerdo?
No soy una madre convencional. No califico el hecho. Sólo no lo soy. Por sobre todas las cosas me considero su compañera de vida. Su compañera “iguanita” como ella misma nos bautizó. Así que esta duda permanente sobre si estaré haciendo lo mejor para ella se intensificó ese día. Desde muy pequeña quise darle herramientas y seguridad para tomar decisiones y cuestionar, para bien, lo que iba conociendo. “Todo aquello que no entiendas o tengas dudas, pregunta, sobre todo a mí”. Eso solía decirle desde muy corta edad. Y me ha tomado la palabra. Muchas veces hemos reído juntas, pero también he llorado a solas a partir de esas preguntas. El mundo no es como muchas veces como quisieras para quien amas.
Por la noche la miré dormir mientras hacía una pausa en el trabajo. La vi hermosa en su reposo mientras repasaba su reacción frente a la escena de agresión policial. Busqué razones. Como si la escena en sí misma no fuera razón suficiente…
Quizá su llanto también tenía una carga de lo que ha provocado el encierro por la pandemia de COVID-19 y en el que le ha tocado estar en mayor cercanía a la salud quebrantada de mi madre, su abuela, quien requiere atención y cuidados especiales y con quien tiene un vínculo fuerte. En dos ocasiones durante la cuarentena ha estado hospitalizada, con el riesgo adicional de contagio que esto implica para ella y quienes hemos estado ahí. Horas duras
Quizá también explotó la válvula de presión a causa a las tareas escolares para realizar en casa y por aprobar el año de esta extraña manera y como parte de esta llamada “nueva normalidad”, en la que papás y mamás (los que lo hicimos, como pudimos) nos convertimos, aunque no lo somos, en sus maestros de escuela. En mi caso la demanda de trabajo y la atención a mi madre sólo me dejaba espacio muy temprano o muy tarde, incluso de madrugada o en los intermedios entre una labor y otra. Actividades en demasía para las distintas condiciones que se pueden presentar en cada casa y para las que, me parece, las autoridades escolares no tomaron en cuenta las circunstancias económicas, emocionales, sicológicas o de salud, ni de nada, para los estudiantes y sus familias.
Entre otras cosas, con temas no vistos previamente e incluso con proyectos complicados como la construcción de un desarmable de figuras geométricas o el tomarse la frecuencia cardiaca por varios días (ironía innecesaria para la zozobra en medio de una pandemia, no lo hicimos). De fondo ¿aprendizaje real o sólo estrés innecesario? ¿qué importa más en medio de una pandemia? Uno de esos días del “aprender en casa”, una de las compañeras de estudio soltó de golpe la pregunta: “¿Creen que este ha sido un mal año?”. Más tarde las escuché reír, pero a mí me sigue resonando en cabeza y corazón que sólo tienen 12 y 13 años.
Quizá ambas razones y lo que no me dice. Creo que llegó esa edad en la que los cambios le hacen guardar cosas para ella. Y no está mal. Es así. Tiene derecho a sus silencios. Además, tiene encima una extraña nueva normalidad que ni yo acabo de asimilar.
A pesar de todo. Estos días que llegaron a instalarse sin permiso también nos han dado grandes cosas. Ella ha encontrado una nueva pasión: plumones y el lettering. Hemos reído hasta dolernos el estómago hablando de sexo y sexualidad, incluidas breves risas incómodas. Hemos comido más días juntas que en muchos meses atrás, sin importar la hora pues no siempre el home office es una opción de horarios definidos. También nos hemos enojado, pero hablamos después al respecto. Hemos escuchado más música juntas, sus gustos y los míos: De Billie Eilish (y recordar que casi se desmaya en el Corona Capital en su primera experiencia de concierto multitudinario) a Queen (que nos gusta a ambas) o Janis Joplin y Serrat. De LP a pistas de los 80’s y a la interminable lista de canciones viejitas cual salidas de Radio Felicidad que me sé (ella afirma que además de una encantadora de perros y gatos soy como una rockola que siempre le provoca sorpresa y sonrisas). Larga lista.
También, sí, han llegado los días en los que he llorado recostada sobre sus piernas. Ella también me ha dejado fluir.
Incluso, cuando encontramos tiempo, hemos visto series y películas que nos han desatado diferentes charlas y emociones. Ante su insistencia, vimos por ejemplo, las cuatro temporadas de 13 reasons why a pesar de mi inseguridad sobre si era un buen momento para hacerlo. ¿Cuándo es el mejor momento para qué? A mí me hubiera gustado tener con quien hablar a su edad sobre temas tan difíciles como el suicidio, la violencia intrafamiliar, agresión sexual, preferencias, violencia, amor de pareja, de diferentes tipos de familia. Así que me gusta ser una de esas personas con quien pueda tocarlos. Recuerdo que aún no cumplía 5 años cuando llegó una de esas preguntas de la niña de mis ojos que sacuden: –Mamá ¿qué es un decapitado? El origen de la pregunta era de nuevo una noticia escuchada al lado de su abuela, pero también una película: Aladdín. También fue difícil responder –he intentado no caer en el fácil menosprecio de su inteligencia y capacidad de entendimiento—, pero creo haber dicho lo justo para que despejar su inquietud y que le quedara claro que no es una circunstancia justificable que alguien sea decapitado. Nunca. En ninguna circunstancia. Esa fue de las primeras veces en que pensé mucho sobre la importancia de no decir más de lo necesario, pero sí lo indispensable. Todo un reto. Y sigo preguntándome si lo hice o lo hago lo mejor posible.
Durante el encierro me ha dado también por revisitarla a través de otros recuerdos. Del repaso físico o memorioso de su belleza, en mi campo ciego: los pequeñísimos libros con los que le enseñé colores básicos, el momento en escuché por primera vez su corazón. Cuando nació y sentí su cuerpo sobre el mío, y cómo la extrañé dentro de mi vientre por un tiempo. Cuando me preguntó si podría casarse cuando fuera grande con su gelatina de fresa y le respondí que si eso la hacía feliz podría y debería hacerlo. Cuando me pidió a su modo que fuéramos el medio para la muerte digna de un pájaro en agonía que un día encontramos al salir de su escuela y de regreso a casa.
Cuando “me regañaron” en una ida al cine juntas –ella no paraba de reír por el intercambio de roles donde yo ocupaba el de la niña regañada—, y antes de entrar a ver La forma del agua me recalcaron que era mi responsabilidad dejarla ver “escenas violentas”. Cuando me preguntó si crecer duele y yo no tuve más remedio que decirle que sí, que en mi experiencia a veces duele, literal: física y emocionalmente, incluso sin importar la edad. Pero que a veces también es el placer más extraordinario. Y que a veces se crece al lado de ambos. Que eso dependería de su camino. No del mío.
Cuando advirtió que por primera vez no había un libro entre sus regalos de cumpleaños y yo pensé que no lo notaría. O cuando me trazó un mapa dentro de casa por mi cumpleaños y fui encontrando mensajes únicos en cada punto de la ruta…
De cuando leyó a placer a Juan Villoro y su Libro Salvaje, la historia de Malala o sus 15 tomos del Diario de Greg. Cuando no logré evitar unas lágrimas de emoción en su primer día de clases en el kínder y ella simplemente entró sonriente. Cuando me enseñó tanto sobre fortaleza en un duro periodo mío de depresión. Cuando muy pequeña me preguntó si un día yo me iba a morir y decidí no mentir. Cuando encontró una bailarina entre las nubes. Cuando le regalé un libro de tela donde aprendió que existen diferentes tipos de familias y no lo soltó por semanas. Cuando le leía una y otra vez la historia de La peor señora del mundo, ese libro que le trajo a casa un día su papá. O cuando veíamos incansablemente las películas de Toy Story o las de Miyazaki.
Cuando me dijo por primera vez que en mi cabello había olas de mar al verme despeinada. Más aún, que cuando amanezco más despeinada es sólo porque hay marea alta en mi cabellera. No habrá nunca una poetisa que destrone su lugar en mí… La lista es interminable.
Sin importar lo que venga, la niña de mis ojos siempre lo será para mí: la belleza en este mundo enredado.
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