Teníamos las maletas listas. Ya habíamos hecho una fiesta de despedida, y nuestro último día de trabajo sería el lunes siguiente. Era un viernes y estaba comiendo con un colega de trabajo cuando en el pequeño restaurante lleno de oficinistas todos se quedaron callados para escuchar el anuncio del presidente por la televisión. Se declaraba, a partir del primer minuto de ese sábado, el Estado de Alarma por la pandemia del Coronavirus, que ya contaba, en este país que me adoptó, con más de cien muertos.
Los días siguientes fueron puro caos, dejamos nuestra casita cambiando las maletas por unas para quince días y nos mudamos temporalmente a casa de mi suegros, más grande y con más manos y ojos para cuidar de los remolinos que son unas niñas de 1 y 3 años mientras se definía qué pasaría con todos nuestros planes y nos concentrábamos en un teletrabajo que, para mí, se traducía en eternas horas al teléfono. Muy pronto nos dimos cuenta que nuestras maletas serían insuficientes; nos quedamos en esa casa-comuna setenta y dos días.
Hubo días malos, de llanto y frustración, de gritos, de sentir al gusano de la ansiedad invadiéndome bajo la piel, de pequeñas voces preguntando cuándo podríamos ir al parque, si podían ir a ver las maestras del cole, y la peor, cuándo volveríamos a casa. Nuestro confinamiento fue privilegiado: siempre tuvimos salud, tras unos primeros días de crisis, llegó la tranquilidad de sueldos completos, de despensa llena y seguridad casera. Un privilegio que no tuvieron las decenas de miles de enfermos, los millones en el desempleo, las miles de mujeres, niñas y niños encerradas con sus agresores; esta, mi historia, es de privilegio.
Porque una vez que se asentó la polvareda, quedaron unos días diáfanos de juegos por horas, de baños, de leer libros, y dibujar, y hacer obras de teatros con cazadoras y dragones buenos que hacían fiestas de cumpleaños. Hubo piñatas y pasteles, y una especie de yoga baile que no estoy segura que hiciera nada por nuestra condición física pero que nos ponía los ánimos por los cielos.
Un día, dos meses y medio después de ese viernes de silencio, el mismo señor en la televisión nos dijo que podríamos volver a nuestra casita en la plaza con su fuente en medio. El Estado de Alarma se podría haber llamado entonces Estado de Dicha. Desayunábamos en el balcón, muy tempranito, leche y jugo para ellas, café para nosotros, cuando ya era una hora decente, ese mismo espacio se volvía el escenario de canciones, cuentos, narraciones fantásticas de cómo Filomena, la muñeca, había disfrutado del paseo permitido el día anterior. Me regalaron quince más de esos días de luz, de probar recetas, de canturrear cada noche para ir a dormir. En total, 87 días de ver a mis hijas crecer varios centímetros de altura y mil kilómetros en sororidad, de jugar juntas, pelearse, besarse; de la mayor enseñarle a la pequeña que si quiere postre, sólo necesita comerse la comida; de acurrucarnos todos, de apapacharnos nosotras; casi cien días de que todas la veces que antes dije “es que yo no podría ser nada más mamá y quedarme en casa a cuidarlas” dejaban de tener sentido.
Hoy hace casi una semana que regresé a la oficina. Cada mañana, las llevo a casa de sus abuelos paternos – porque la nueva normalidad no incluye la reapertura de los colegios – y me pregunto qué maravillas me perderé ese día, qué canciones inventadas no escucharé, qué abrazos no daré. Un amigo me dijo esta tarde, hablando de lo mucho que añora pasar el día con su hijo: “antes del confinamiento no éramos así, ¿no? Ahora paso el día entero pensando en él”.
En medio de toda la locura, la desesperación, la frustración, el cansancio, la angustia, de todo lo que el confinamiento trajo, me quedo con esta nueva yo, que pasa el día entero extrañándolas.
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