Mamás en cuarentena

Un sueño largamente acariciado

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Escrito por Diana Alvarez

El largo deseo de tener tiempo hasta de perderlo

Confieso que la situación que vivo durante esta pandemia se parece a un sueño largamente acariciado. Y no espero que tomen a bien mi declaración, pues en esta época crítica, de extremos radicalizados, ninguna posición se salva de innumerable reproches.

Por ello, será bueno ahorrarse la consabida frase: “desde tu privilegio”… sí, escribo desde mis privilegios –la mayoría no de cuna, he de decir- y desde la tranquilidad que da la sinceridad y, quizá, cierta falta de corrección política.

Porque comparto esta experiencia como persona, no desde la posición de analista, periodista o académica, ni desde una posición de compromiso social. Porque antes que todo eso soy una persona y escribo desde el encierro en estas paredes, luego de más de dos meses de estar bombardeada por información contradictoria, de ver peleas virtuales, de revisar cómo los mitos y los miedos mexicanos, además del virus, se ceban con todos y acaban con miles de vidas, con la esperanza, con la confianza en el país, en los políticos o en los amigos.

¿Por qué dije que es un sueño largamente acariciado? Bien, pues desde hace algunos años tenía un objetivo o, más bien, un deseo: tener tiempo, tanto que me alcanzara incluso para “perderlo”.

Supongo que en este sueño influye que siempre fui introvertida, reflexiva, amante de pasar la tarde mirando por la ventana, escuchando música y leyendo un buen libro. Pero luego llegó la “vida”: trabajar, comprometerse socialmente, viajar, hacer proyectos, realizarlos, lograr metas, planear otros objetivos, ayudar, sacar adelante a otros. Se sumó el vivir una vida en pareja, luego decidimos ser padres y comenzó otro trayecto, igual de apasionante. Por decisión propia no fue un solo camino, todos se fueron sumando.   

Seguro han leído mil veces estas historias: desde la profesionista que intenta al mismo tiempo ser mamá y se cree súper mujer, pasando por la madre que trata de liberarse de la culpa, o aquella que deja todo para volver a ser ama de casa y mamá gallina o la que decide no ser madre para vivir el éxito.  Algunas de esas historias han sido las mías. Profesión, familia, trabajo social; éxitos, fracasos; acierto, errores; reconocimientos, rechazos.

Pero este relato solo es el de una persona que ha vuelto a mirar por la ventana a tratar de descifrar el color de la luz y a escuchar el viento; que no siente el tiempo pasar cuando ve embelesada cómo duerme su pequeña de 18 años, que escucha la risa de su bebé de 14, la misma risa alegre que ha oído desde antes que aprendiera a caminar y a hablar. Que toma un libro y queda atrapada hasta la madrugada.  

“La gente feliz no tiene historia”, dijo Simone de Beauvoir. Así, tal vez, es mi experiencia en este encierro. Un lugar sin tiempo, sin sombras, sin clímax narrativo, al que llegan las historias de otros, muchas tristes o dramáticas. Un lugar y un tiempo un tanto mágicos, porque sé que allá fuera hay otro, porque sé que hay algo más allá de la burbuja; porque sé que cuando contribuyo con algo, aunque no lo pueda ver, debo confiar en que sirve aunque no lo palpe. Parece magia.   

Cada día disfruto el dar una clase virtual y leer cómo ensayan mis alumnos el  escribir una crónica o un artículo académico. Leo, escribo e investigo. Sigo recibiendo mi sueldo y, como nunca, disfruto de cocinar, lavar los platos y la ropa. Hago lo que me gusta, lo que quiero, y lo hacemos juntos, mi pareja y yo, con estas hijas que colaboran y comprenden.

Estaba convencida que no podía haber un tiempo perfecto, pero lo hay.  Me van a odiar por decirlo, pero este tiempo es como un regalo, como un intermedio antes de que regrese la vida “normal”, la vorágine, el tiempo inexorable que se llevará lo que hoy disfruto.

No olvido todo lo que ha pasado, lo que pasa. Los enfermos, los muertos – no solo los de ahora, sino los de los últimos años-. Desde que mis amigos de Italia y España relataban lo que estaba sucediendo, sabía cómo llegaría el tsunami a arrasar a las personas y volverlas historias, a darle premios de periodismo a los cronistas, a truncar abrazos.  

Este encierro me ha permitido volver el tiempo atrás, ha regresado el tiempo de mi infancia al lado de mis padres. A leer en el regazo de mi madre. A ver televisión abrazada a ella. Cuando las tardes eran largas y la tecnología escasa.

No puedo ser hipócrita. Este encierro me ha devuelto la oportunidad de recobrar esa sensación de vivir, de ver a través de la ventana, de escuchar y escribir, de leer y leer. De mirar una película abrazando a mis hijas, sin prisa, con calma. De poder hacer mi trabajo y, al mismo tiempo, estar con mi familia. Me falta, por supuesto, abrazar a mis padres, pero sé que están bien.

Un tiempo y un espacio que durante más de 25 años no he tenido en tal cantidad, con fluidez. Un tiempo sencillo, amoroso, de escucha, sin competencias, sin cuidarme las espaldas, con menos ansiedad. Un tiempo escaso y fugaz. Estos meses de encierro me han permitido detener el tiempo y disfrutarlo sin culpa. Me tocó en otros momentos estar en primera línea de la historia y escribir sobre ella; luego pensar siempre en los demás, al dedicar mis días a causas especiales o, en los últimos años, concentrarme en calmar llantos, encausar energías desbordadas o velar fiebres en la madrugada. Hoy me tocó estar encerrada con el silencio y el tiempo de una época que ya se fue. Magia pura.

Lo necesitaba. Necesitaba este respiro. Lo agradezco.      

Porque ya llegará mi tiempo. Lo sé.

Me tocará regresar para la reconstrucción, volver a las trincheras desde las cuales puedo contribuir de forma palpable, aunque no sea visible a corto plazo.

Además, deberé protagonizar las historias que el tiempo nos marca: que se vayan mis hijas de casa, que falten mis padres, que no pueda trabajar, que enferme, que no vuelva a estar completa, como hoy.  

Llegará.

Acerca del autor

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Diana Alvarez

Diana Álvarez es investigadora, docente y periodista.
Profesora de tiempo completo en el ITAM, es miembro del Sistema Nacional de Investigadores y doctora en Comunicación Social por la Universidad Complutense de Madrid. Trabajó 25 años en Grupo Reforma, como reportera, coeditora general, coordinadora, gerente de Talento y asesora del Director General Editorial. Desde ahí, dirigió las políticas y estrategias de talento, así como las actividades de formación (escuela interna) del diario.
Actualmente escribe e investiga sobre escritura, transmedia, periodismo y ciencia de datos.

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