El inicio de la cuarentena coincidió con nuestra mudanza. Cambiamos de departamento justo cuando tuvimos el último pleito con la casera y buscamos de manera desesperada un lugar más amplio y casi por el mismo precio.
El cambio nos tomó por sorpresa en las primeras semanas de distanciamiento social, cuando ya nos empezábamos a ver raro unos a otros. Cuando mirábamos con recelo a una persona que estornudaba a nuestro costado.
Después de eso, los días pasaban lento y primero fue la negación del distanciamiento y el encierro. Era una sensación de estar en riesgo constante y de que “algo nos va a pasar”, aunque no sabíamos qué.
Las noticias del virus sonaban lejanas. Había miles de muertos pero no eran nuestros. Así que mucha gente seguía resistiéndose a un encierro voluntario.
Mientras, en la casa, parecía una mayor tragedia acomodarse a un nuevo espacio y acostumbrarse a dejar el lugar que fue el inicio de nuestra familia.
Había más incertidumbre por cómo completaríamos una renta más elevada, aunque contar con una habitación adicional y un baño extra, todo lo compensaba.
Empezamos a completar espacios vacíos con muebles, adornos y plantas imaginarios y así nos fuimos apropiando del espacio que nos ofrecía paredes altas para rellenar.
Las niñas, libres de la guardería, conocieron poco a poco el lugar, pero no entendían por qué no podían salir.
De repente, en medio de la cuarentena, las ventanas se volvieron importantes. Las noticias internacionales mostraban imágenes de personas en sus balcones hablando entre sí o escuchando un concierto improvisado.
En nuestro nuevo espacio, aunque no hay balcones, hice mía una pequeña ventana en la cocina que daba justo a la calle. En el departamento que dejamos entraba luz pero no nos enterábamos de lo que pasaba afuera.
La posibilidad de contacto con el exterior la daba esa ventana me convirtió en una vouyerista disciplinada.
Alrededor de las 9:00 am. alcanzaba a ver a un anciano que llegaba a hacer estiramientos en el área de ejercicios que se encuentran frente a la casa. Lo espié cotidianamente las primeras semanas de la cuarentena, aunque luego dejó de llegar.
Luego, durante el día, los ruidos habituales del carro de la basura, el vendedor de productos de limpieza, los que se llevan fierros y muebles viejos. Ya por la tarde el panadero.
Empezábamos a conocer esa rutina mientras las medidas de confinamiento iban en ascenso.
Al inicio de este periodo de encierro eran bastos los consejos para matar el tiempo. Si uno no sale con tres libros leídos, una nueva habilidad manual o un idioma aprendido de la cuarentena, entonces desperdició el tiempo, decían.
Nosotros nos centramos en metas. Que Alondra aprendiera las vocales; que Paloma aprendiera a dominar sus esfínteres y alcanzara a avisar, antes de mojar los pantalones. Que entre las dos pelearan menos y jugaran más.
Mientras el número de muertos iba en ascenso, esas cosas de la vida real nos mantenían en tierra.
Es fácil perderse en el laberinto de titulares negativos. En Italia llegaban a los mil muertos, en 24 horas, era como un presagio de lo que nos esperaba. Estados Unidos, nuestro vecino, se convirtió después en el país con el mayor número de infectados.
Una historia que me impactó fue la de un joven infectado por COVID que quiso lanzarse desde la azotea de un hospital, en la Ciudad de México. Dos policías evitaron el final fatal. Pero al día siguiente, lo mató la enfermedad. En ningún lugar decía su nombre, solo que tenía 29 años.
Empecé a experimentar terrores nocturnos sobre el virus, de madrugada los temores se magnifican. Así que dormía menos, pero los días iniciaban a la misma hora y con las mismas exigencias.
Preparar el desayuno para las niñas; pensar ¿qué van a comer?; resolver la jornada laboral, donde predominan las interminables videoconferencias. Después, la hora del baño, la cena e intentar que se duerman temprano.
Mantener una rutina es agotador pero al mismo tiempo ha sido nuestro escape.
A pesar de que se había pronosticado el pico de la epidemia sucedería el 8 de mayo, en los primeros días de junio estamos viviendo lo peor de los contagios. Y la cifra de fallecimientos no cesa.
En tanto, nos inventamos otro desafío: levantar un papalote desde la azotea.
Para nuestra sorpresa, la idea no era original, ya que el día que intentamos elevar el nuestro, desde los techos de otras casas del barrio, los vecinos ya habían dominado la técnica y en el cielo se veían cinco papalotes volando contra el viento.
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