Ana Victoria apenas tiene un año con ocho meses y para ella el desinfectarse las manos con gel, lavárselas con agua y jabón de manera constante, usar cubrebocas e incluso usar una careta de acrílico al salir a su consulta con el pediatra, es ya un hábito.
El virus Sars-Cov2 responsable de la enfermedad conocida como Covid-19, que ha generado más de 55 mil mexicanos muertos y que el presidente Andrés Manuel López Obrador haya decretado 30 días de luto nacional, ha sido el responsable de que para ella todas estas previsiones sean la norma. Lo mismo dentro de casa, que cuando visita a alguno de sus abuelos. Sí, nuestra hija visita de manera cotidiana a sus abuelos maternos, quienes nos ayudan a cuidarla, y de manera más espaciada, visita a mis padres, que se maravillan con lo grande que luce cada vez que pueden verla.
Cuando en marzo pasado tomamos la decisión de adelantarnos al anuncio del Gobierno federal y comenzamos con la cuarentena, dirigía una revista y un sitio de noticias, al tiempo que encabezaba como consultor en comunicación, mi empresa, en donde hoy estoy nuevamente de tiempo completo.
Una vez que comenzó el confinamiento de manera oficial y la presentación de los reportes del avance de la pandemia, cada día seguía puntualmente los reportes de Hugo López-Gatell mientras mi pequeña hija esperaba con ansias que su padre terminara de laborar.
Para mantenerme enfocado y una vez que Cynthia, mi esposa, también comenzó a trabajar de manera remota, acordamos que ambas fuesen a casa de mis suegros, así ellos nos apoyarían mientras ambos trabajábamos, y, sobre todo, yo no estaría pensando en que Ana Victoria estaba aislada hasta de su propio padre.
Abrazos a la familia durante la pandemia
En esos días en donde esta tragedia comenzó a enlutar a miles de familias en México mientras el presidente aseguraba que se estaba aplanando la curva y que habíamos domado a la pandemia, de cuando en cuando me daba tiempo de tomar a mi hija de la mano y caminar, recordando nuestro gusto mutuo por buscar brotes de flores y recostarnos en el pasto para mirar el cielo.
Para el mes de mayo Ana Victoria pasó de hacer lagartijas y sentadillas como su padre, a trotar y después a correr por tramos. Mayo también le trajo un pollito de manos de sus abuelitos maternos y por un tiempo, ella dejó de echar de menos a los niños y maestras de la guardería para convertir al emplumado en su mejor aliado. Salíamos a pasear los tres al jardín. A veces ambos me seguían, otras veces la seguíamos a ella y en otras, el pollo lideraba los paseos.
Para el 10 de mayo organizamos una videollamada para felicitar de manera virtual a mi madre vía WhatsApp. Ella literalmente no se lo esperaba y todos sus hijos disfrutamos con la emoción que desbordó por la sorpresa y un mes después aplicamos la misma fórmula para cuando llegó el Día del Padre.
El 23 de mayo celebré mis 52 años de vida con dos festejos. El primero en casa de mis padres. En teoría todo estaba bajo control. Solamente yo acudiría a verlos, comería el delicioso pozole que siempre prepara mi madre, estaría un par de horas y alcanzaría a mi esposa y a mi hija en la casa de campo de mis suegros. Aunque sabía que una de mis hermanas acudiría más tarde una vez que yo estuviera de salida, jamás imaginé que de pronto, en el mismo espacio, estaríamos conviviendo ocho personas.
Pensaba que estaba arriesgando a mis padres con mi presencia y que debía irme de inmediato. La idea me daba vueltas. De pronto, ya tenía el pastel con una vela encendida, mientras mis padres, mis hermanas y sobrinos “cantaban” muy bajito las mañanitas con la boca cerrada. Por un instante me concentré, me relajé y pude formular mi deseo. Apagué la vela con un aplauso, mismo que fue secundado por todos. Chocamos codos, a manera de abrazos y agradecí a Dios el poder compartir.
Después de repasar mentalmente las distancias que tuvimos en casa de mis padres y que hablamos muy poco, encontré que era seguro festejar con mis suegros, mi esposa y mi hija.
Tras pasar la zona de desinfección (no me gusta decir sanitización) y cumplir con el protocolo que acostumbramos, alcancé a ver a mi hija. Ana Victoria se levantó, tomó un cartelón y caminó hasta acunarse en mis brazos. “Feliz cumple papá”, pude leer en ese trozo de papel de colores que su madre y su tía Jacqueline le ayudaron a pintar. Todos comimos el sabroso pozole que prepararon mi suegra y mi esposa. Al final, nuevamente pastel de chocolate, otra vez las “mañanitas sin covid” y el aplauso para apagar las velas. Conociendo mis gustos, Cynthia me obsequió una hermosa playera negra con la leyenda “Te odio Luisito Rey Coronavirus”.
Mayo significó en su momento el mes con mayor número de contagios y mayor número de decesos por Covid-19. También representó el cierre de mi participación en la revista y en el sitio web de noticias para retomar de tiempo completo el trabajo en mi empresa.
El mes de junio llegó junto con la nueva normalidad y el cumpleaños de mi esposa, a quien celebramos con un rico asado. Pero también llegaron las noticias de amigos muy cercanos que habían padecido Covid-19, algunos con efectos muy ligeros y otros, con daños severos. En esos días nos dimos un susto luego que una persona con la que ella se reunió presentó síntomas. Aunque Cynthia usó cubrebocas y careta, se realizó la prueba y salió negativa. Luego sabríamos que la persona con quien estuvo reunida salió también negativa y se había tratado solamente de un susto.
Junio y julio además de significar el reencuentro de juegos con mi pequeña Ana Victoria y el brote de sus nuevos dientes, también trajo el cambio de la fórmula láctea que le damos. Pasamos de Althéra, a darle Nido, la Nan 2 con la cual era un lío preparar las mamilas porque formaba grumos, y terminamos con Good Start Confort, todas ellas de Nestlé. Para mí, junio y julio representaron la oportunidad de preparar la edición de una nueva revista, misma que dejamos lista bajo la responsabilidad total de nuestra empresa; y comenzar a dar talleres de comunicación de manera remota y presencial.
De vuelta a los juegos y a la calle
En nuestro patio de 24 metros jugamos. Lo mismo me escondo detrás del garrafón de agua potable, que detrás de una jirafa, una cebra o del columpio de Ana Victoria. Con más de medio cuerpo al descubierto, ella siempre ríe al encontrarme. En otros momentos jugamos a construir con sus bloques con la ayuda de una marioneta a la cual fallo al tratar de darle una voz femenina y una vez que se cansa, se recuesta sobre una de mis piernas o de plano, sobre mi pecho.
Pienso en el tiempo que no estamos pasando en los parques buscando flores, en el tiempo que no estamos acudiendo a nadar los tres juntos, en lo que pueda estarse estancando en su desarrollo y convivencia con motivo del encierro. Porque su madre y yo somos a todo dar, al igual que sus abuelos y sus tías, tíos y primos, pero jamás se igualará al juego y convivencia que tienen los niños entre ellos.
Pese a que la Ciudad de México tiene el más grande número de contagios y muertes por Covid-19, julio representó nuestra primera salida en familia a un restaurante. Extremando cuidados preventivos, después de ir a un supermercado, los tres acudimos a La Cochinita Country en la alcaldía Benito Juárez. Ahí nos tocó descargar el menú digital, ser atendidos por los meseros debidamente equipados y comer lo que tanto nos gusta.
Pero las salidas también nos han puesto de frente ante quienes más padecen la pandemia. Cuando salgo al mercado a comprar en los negocios locales, he compartido con algunas personas necesitadas, un kilo de carne, arroz y frijoles; en otros casos, hasta un poco de dinero. Quisiera que tuvieran un trabajo fijo, porque algunos de los que rondan hoy el mercado, se han sumado a las personas que siempre están ahí ganándose un peso a veces sin hacer otra cosa que “echar aguas”.
Cerramos julio con cliente nuevo y una alianza nueva y talleres de capacitación, nada mal para tiempos de crisis. Pero el mayor logro me lo dio mi hija: siete metros avanzando en la alberca.
La huerta de los abuelos
He visto cuatro veces a mis padres desde que comenzó el confinamiento y el último fin de semana de julio, con nuevos protocolos, decidimos que era tiempo para que Ana Victoria acudiera a visitarlos.
Un día antes por la tarde nos robaron un espejo retrovisor de la camioneta en Iztapalapa. Parecía una señal para quedarnos en casa porque a esa hora no había agencia abierta para buscar comprar uno y menos para colocarlo. Tomamos la decisión y salimos el sábado temprano: aplicamos el baño de rigor, chamarra, zapatos y todo limpio para cuidar a sus otros abuelos de mi hija.
Ana Victoria vivió dos días en manos de sus abuelos cortando flores, chiles, elotes, calabazas y aguacates. Pasó de los brazos de sus padres a los mimos de sus abuelos paternos, que se asombraron con la vitalidad de mi pequeña, quien adora los árboles y las salidas y puestas del sol.
Soñamos juntos con el fin de la pandemia
Aunque a los cuatro meses Ana Victoria durmió sus primeras veces en solitario en su cuna, y posteriormente bajo mi vigilancia nocturna y compañía, en el sofá cama de su cuarto, desde que comenzó el confinamiento retomamos una práctica que descubrimos cuando recién nació: dormir los tres juntos.
Con casi 10 kilos de peso y 79 centímetros, más las molestias provocadas por la dentición, a cualquier se le haría poco atractivo el dormir con su hija. Para Cynthia y para mí es una fortuna poder compartir el mismo espacio, sentir sus pies, sus manos, el cabello y el resuello de mi hija. Es una de las cosas más deliciosas de la vida.
Levantarme, cambiarle el pañal, vestirla y besarle los pies antes de colocarle las calcetas o calcetines antes de que se pose sobre el suelo, es una de las ceremonias que más disfruto. Eso y cuando con un beso suyo, logra despejar cualquier desencuentro que tengo en la calle con quienes escupen, no portan cubrebocas o literalmente se enciman sobre uno en los bancos o negocios.
En el último mes Ana Victoria ha pasado de bailar con Cri Cri, la Gallina Pintadita, Plin Plin y Trepsi el Payaso, a emocionarse también con Pinkfong y especialmente con los Storybots y las canciones de los animales.
Hace unos días salimos a comer a un restaurante ubicado en la Terminal 2 del Aeropuerto para celebrar el cumpleaños de su abuelo materno, a quien dos días antes comenzó a gritarle “buelo”.
Me sorprende que en ese famoso restaurante al que acudimos aún dan la carta física. Pero nos alegra enormemente la tarde no el bife, la ensalada o el clericot. Nos alegra el anuncio de que México será uno de los países en América Latina que producirá la vacuna de Oxford y AstraZeneca, con apoyo de la Fundación Slim. Esa vacuna que llegará en el primer semestre de 2021 promete regresarnos a los jardines, en donde mi amor florecerá de nuevo con ese poderoso girasol que nuestra hija lleva en el pecho.
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