Terminé el mes de febrero lleno de energía y proyectos para promover mis negocios, despegando en una asociación de la que formo parte del consejo directivo, vendiendo inmuebles, dando psicoterapia, continuando un Master online en Escritura Creativa. En fin, nada mal para alguien de 61 años de edad. Me sentía todo un chavorruco, es decir, un viejo (ruco en el lenguaje coloquial mexicano) con la energía de un chavo, con el ímpetu y la ilusión por hacer cosas en el futuro de una persona joven.
En apenas dos semanas, por el abracadabra de la pandemia del COVID-19, me tuve que recluir en casa por formar parte del grupo de mayores de 60 años, que es (somos) los más vulnerables a los estragos de la enfermedad. Para colmo, con diabetes, otro boleto más para tomar el tren expreso del coronavirus hacia el más allá. Fue algo así como cuando en la adolescencia se deja súbitamente de ser una joven promesa para convertirse en un viejo estúpido.
Como le ha pasado a todo el mundo, los cambios vinieron en avalancha: la chica (esa sí sólo chava sin ser para nada ruca) con la que llevaba nueve años saliendo me dijo “bye” en un mensaje de WhatsApp y así, con un simple anglicismo de una sílaba, acabó con casi una década de relación. Ahora me doy cuenta de que fue mejor así, porque me mentalicé a no verla y no estoy añorándola sin poder estar con ella por estar recluido desde hace cinco meses. Así que la cuarentena, literalmente, lo es en más de un sentido.
Después de vivir solo y muy contento durante 15 años, mi hija Alhelí se mudó conmigo en junio de 2019, pues no se entendía muy bien con su mamá. De hecho, fui yo quien la invitó a mi casa y me felicito de haberlo hecho, pues ha sido una gran compañía durante estas 20 semanas de encierro. Muchas veces pienso en lo difícil que habría sido vivir la cuarentena sin ella. Por supuesto que hemos pasado por un proceso de adaptación, yo por los hábitos adquiridos tras tres lustros de vida en solitario y ella por adaptarse a mí y a un espacio considerablemente más reducido que el de casa de su madre. Por supuesto que el confinamiento ha sido la prueba de fuego a esta adaptación mutua, pues no es lo mismo convivir durante cuatro horas al día que compartir 100 metros cuadrados entre nosotros y con una gata las 24 horas del día.
Petrushka, una gata de raza balinesa, es el otro integrante de esta familia reducida. En realidad, la familia es más amplía, pues tengo dos hijos que viven fuera de México: Federico, de 35 años que es músico y vive en Inglaterra, y Xavier, físico de 25 que vive en Francia. Alhelí tiene 29 y es psicóloga y psicoterapeuta Gestalt.
Debo decir que soy un padre atípico pues, aunque todos los días pienso en mis hijos que viven fuera, rara vez les hablo y tampoco les mando muchos mensajes. Tal vez sea ese sentirlos muy cerca de mí lo que hace que no necesite estarlos buscando todo el tiempo. Sé que están bien y eso me hace estar tranquilo y sentirme feliz. No sé cómo lo vivan ellos. Para algunas personas puede ser una bendición no tener un papá que esté todo el santo día tras ellos, preguntándoles cómo están o si necesitan algo. Y para otros puede provocar un sentimiento de abandono. Yo creo que mis hijos saben que cuentan conmigo y saben que, aunque no me comunique con ellos muy seguido, siempre estoy aquí para ellos.
Con Alhelí es muy diferente, pues nos vemos todos los días y aunque ella no es muy parlanchina, yo sí hablo hasta por los codos durante las comidas y la cena. Le cuento sobre todo lo que leo, lo que escribo, las mil teorías locas que se me ocurren cada día y ella me escucha con una paciencia infinita.
Mi mayor agobio, además de la situación económica que nos ha pegado como a todos, es que la señora Alicia, que nos ayuda con la limpieza, no ha venido desde mediados de marzo, porque es muy expuesto para ella y para nosotros. Le sigo pagando la mitad de su sueldo y la extraño más que a mi madre, que en paz descanse.
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