Mi hija terminó su preparatoria en medio de la pandemia por el coronavirus. Tuvo su graduación virtual y le hicimos un pequeño festejo en casa. Ha tenido que resignarse a que su mundo y sus expectativas cambiaron. Su fiesta y su viaje de graduación están pospuestos, aunque es muy probable que se cancelen.
No pudo despedirse de sus amigos ni celebrar con ellos. Desde el 18 de marzo ha estado encerrada en casa. El fin de semana previo había pasado unos días con sus amigas y amigos en una casa de descanso cerca de la ciudad de México. Sin saberlo, fue la última vez que los vio. Al regresar se encontró con la noticia de que las autoridades de su escuela habían decidido suspender las clases para organizar el regreso a sesiones virtuales. No quisieron correr riesgos; apenas se conocían los primeros casos de contagio en México. Ni siquiera la Secretaría de Educación Pública había tomado la decisión de suspender las actividades.
Mi hija sintió un hoyo en el estómago. Era solo el reflejo de ese sentimiento llamado frustración. No podía creer que regresaría al modo virtual de clases y que no vería a sus amigos. Y es que ya le había tocado vivir esa misma situación cuando al empezar el primer semestre se quedó sin escuela, debido a que el sismo de septiembre de 2017 dañó seriamente varios edificios del campus donde estudiaba. Tuvo que terminar el semestre tomando clases desde casa y continuó el resto de la preparatoria en aulas provisionales, hasta que un virus vino a afectar y a enloquecer al mundo, y le impidió seguir estudiando en forma presencial.
“Lo más seguro es que Dani termine la prepa en forma virtual. ¡Abracémosla!”, le escribí a mi esposo por WhatsApp cuando me enteré de la decisión de su escuela de suspender las clases.
Sabía lo que implicaba esta situación para mi hija. Con 18 años de edad, quería comerse el mundo. Divertirse, celebrar el término del ciclo escolar e iniciar el otro: la universidad.
El término resiliencia, entendido como la capacidad del ser humano de superar situaciones límites y sobreponerse a ellas, ya era conocido y aplicado por ella luego de lo que implicó el sismo. Sabía que esta pandemia tenía que hacerla, hacernos, resilientes. Pero ello no significa no poder llorar, no enojarse, no frustrarse.
Cuando ella se lamentaba de la situación, yo la escuchaba. Cuando lloraba, la abrazaba. Cuando no quería hablar, esperaba. Como madres, queremos hacernos las fuertes, ser el refugio de las tristezas de nuestros hijos, cuando a veces también queremos llorar y gritar porque también tenemos nuestros temores, nuestras frustraciones, nuestras ansiedades. Y nos sentimos impotentes cuando no podemos solucionar lo que les afecta. Porque si por nosotras fuera, saldríamos con capa y espada a eliminar el maldito coronavirus, para que nuestros hijos sigan viviendo felices.
Pero no. En situaciones como estas, en las que no hay remedio fácil, tenemos que enseñarles a seguir adelante con lo que hay. A librar obstáculos y a tomar decisiones propias.
De hecho, durante la cuarentena hubo que tomar una decisión que se había postergado: ¿qué carrera estudiar y en qué universidad? Mi hija había estado indecisa y con toda la incertidumbre que implica la pandemia, se tenía que definir el camino a seguir. ¿Cómo tomar una decisión tan importante cuando no hay certeza de nada? ¡Absolutamente de nada! Ni en lo económico, ni en la salud, ni en lo social.
No sabemos en qué condiciones va a ser el regreso a clases, o al trabajo, o volver a ver a nuestros amigos o familias. Sin embargo, no podemos detenernos. Mi hija ya está inscrita en la universidad con un porcentaje de beca y está entusiasmada con iniciar ese nuevo ciclo en su vida, aunque sea en medio de una pandemia.
Y yo la observo y veo cómo ha crecido, cómo ha madurado, y cómo nada le quita sus sueños. Y eso hace que yo deje de angustiarme y que siga disfrutándola en este encierro, porque si todo vuelve a la normalidad quizá la vea poco, pero será porque estará ocupada construyendo su propio camino, su futuro. Y eso me genera esperanza.
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