Mamás en cuarentena

En busca de una mamá para jugar

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Escrito por Claudia Salazar

Sobre la ‘perfecta coordinación’ de mis obligaciones y sus necesidades

Mi hija y yo estamos perfectamente sincronizadas. Cuando yo más trabajo tengo y más apurada estoy, ella llega ante mi para pedirme jugar, sea para cargar a la perrita, platicarme cómo va en el juego de Roblox, contarme un chiste, que voltee a ver un vídeo divertido de mascotas, decirme que tiene hambre o solo para que la abrace y bese. 

Durante el día, no sé cuántas veces le digo que estoy trabajando, que ahorita no. Me pongo audífonos, me ve haciendo llamadas y su papá le dice que no me distraiga, pero ella sigue acercándose, buscando a la mamá con quien jugar y desafiando a su concentración. 

¿Cuántas veces le he dicho, “espérame”?, tampoco sé. Le he rogado “corazón, ayúdame mientras más me distraigo, más me tardo para estar contigo”. Ella se va y vuelvo a ver la pantalla de la compu y pasa lo de siempre “¿En qué iba? ah, si”.  

En este confinamiento hemos pasado largas jornadas. El trabajo periodístico sí ha sido extenuante, aunque se tenga la oportunidad de estar en casa. El uso de las conferencias a distancia hace que una ya no tenga tiempo libre para comer ni para ir al baño con tranquilidad, menos te permite un horario para acabar y estar con tu familia a una hora determinada. 

Estás pero no estás. Tu familia te ve,  es como la “sana distancia”, pero sin coronavirus. Que ni se acerquen, porque estoy trabajando. 

Las mañanas comienzan con las clases de la escuela. Hay que pararse al menos 40 minutos antes y despabilarse, no sólo a mi pequeña, también yo por si aparezco en el vídeo de la escuela.  

Y de la clase virtual pasamos a hacer el desayuno, y al qué hay en las noticias y ver qué orden de trabajo traigo, y a ver qué hay de comer para ese día y apúrale para cocinar, si no hay nada. 

Una vez sentada en la silla del comedor, que ya empiezo a odiar por ser parte de mi, difícilmente me despego por varias horas. 

Solo boto todo lo que estoy haciendo si mi esposo llega de la calle, luego de alguna compra o de pasear a la perrita, para limpiar lo que trae y desinfectar los zapatos. 

Y volvemos al “mmm ¿en qué iba? ah,si”. 

Con más de 75 días de encierro, he tratado de calentar la comida a la misma hora y sentarnos a la mesa no tan tarde, pero la emisión de información no se detiene, para  las noticias no hay horarios y por eso los periodistas trabajamos todo el día, aún en casa. 

En la escuela se les ocurrió cambiar la dinámica, hay más clases virtuales a temprana hora, lo que nos quitó la carga con las clases grabadas por video, pero la jornada laboral es la misma, así que … 

Y mientras estoy frente a la computadora, ella quema su tiempo jugando sola, con sus colores, la cocinita, las Barbies, la casa de muñecas, ve videos y sus caricaturas favoritas.  

No falta el berrinche si le digo que ya se ponga a leer sus quince minutos del día y que adelante las sumas y las restas. 

Ahora lo que más importa es que aprenda bien a leer, que no se atrase con el inglés. Regresando de las vacaciones de Semana Santa le metimos duro con las clases.  

Conmigo terminó de aprender hacer bien las restas y ya pudo dominar las sumas, entonces estoy más tranquila, pero que ya acaben las clases, por favor.  

Hemos vivido en dos realidades virtuales al mismo tiempo. El home office y las clases a distancia no son compatibles, no se puede cumplir con ello al mismo tiempo, o pones atención en una cosa o en la otra. 

O bueno, te las vas arreglando, ni maestras ni tus jefes se darán cuenta. Mientras ella toma su clase en zoom, yo estoy a un lado, le paso los cuadernos, los libros, oigo la clase, le digo que ponga atención y yo empiezo a ver los pendientes del trabajo en whatsapp, un ojo al gato y otro al garabato.  

Cuando por fin termino el trabajo, mi niña y yo solemos revisar las tareas y clases que faltan, pero mamá está cansada y ella también de esperarme. 

Terminamos los pendientes y ya no da tiempo para más,  es hora de dormir. 

A veces me duele el cuello, siento la tensión en la espalda y los hombros y ella llega con toda la ilusión a preguntar “¿Ya acabaste?”. 

Los fines de semana ella no nota que su mami está a punto de arrojarse por el balcón, pero pues ahora hay que jugar un ratito al menos.  

No soy la mamá con la que busca su atención, soy también la amiguita que no tiene, soy la única con la que podrá jugar en el día.  

Tal vez eso ha sido lo más difícil en un par de ocasiones, he tenido que decirle que no tengo ganas de jugar. ¿Seré cruel con ella por tanta sinceridad? “Te acompaño a ver la tele o jugamos un rato en la cama, pero no hacemos ahorita el juego de los envíos de juguetes ni salimos a patinar ni nada de las escondidas, ya no es hora”.  

 Mamá está cansada, le dice su papá, que también participa comprometido con la carga de la casa, la escuela y su cuidado, no tengo queja.  

Mi niña, con toda su energía intacta no oculta la frustración, pero entiende. 

Los días que descanso son para ella y lo sabe. Festeja cuando le digo que el domingo nos pondremos mascarillas de gel, que habrá cinito en casa y que le prestaré más tiempo mi teléfono, ahora sí saldremos a que patine por las calles desiertas, que le hablaremos al abuelito, que daremos una vuelta en el coche para ver la ciudad sin pisar el suelo y que comeremos taquitos al pastor. 

En los ratitos antes de dormir logramos mantener un tiempo para platicar. Vuelve con los chistes, con las adivinanzas y la plática de los sueños que quiere tener, de todo lo que quiere hacer “cuando acabe esto”, como ir a la playa y al zoológico, es una larga lista. 

Ahora anda muy intrigada con las muñecas que espantan, los OVNIs y las estrellas fugaces. La abrazo, rezamos y duerme aferrada a mi, no me deja irme. “No me quiero separar de ti, nunca”, me dijo la otra noche, con todo lo cariñosa y tierna que es. 

Junto a ella caigo también en el sueño profundo, siempre es para mí el momento más tranquilo y relajante del día. 

Luego, despierto. Aún me falta mandar las “evidencias” de la escuela al correo de las misses y ver que habrá en la clase de la mañana, terminar de levantar algo de platos o cacerolas o cocinar. Es el momento para platicar un rato con mi esposo, que también padece mi “ausencia presencial” en casa. 

El problema viene después, se presenta el Covid-somnio, pero esa es otra historia, sin él no estaría escribiendo estas líneas ni me la pasaría añorando la vida de antes del virus mortal. 

Quisiera, sobre todo, que ella tuviera a sus amiguitas, que tuviera esa convivencia con niños de su edad que tanto falta le hace. Hemos gozado estar juntas, me da miedo que sufra de más cuando ya tengamos que separarnos para que cada quien tenga su espacio, como es debido. 

Acerca del autor

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Claudia Salazar

Madre de Regina Alejandra. Periodista con 27 años de trayectoria, seis en El Universal y 21 en Reforma. Reportera de información política, especializada en la cobertura de las Cámaras del Congreso de la Unión desde 2004.
Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Periodismo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

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