Estoy sentada frente al monitor; un día y otro más. Revisar documentos, llamadas, casi como era antes de estos más de noventa días de contingencia. Pero no, nada es igual.
Han sido meses de alivio porque gracias a Dios la pandemia no ha dejado su rastro de tragedia en la familia y amistades. Nos hablamos y hacemos todo tipo de recomendaciones, y seguimos. Con fe, con ánimo.
Yo no he tenido que manejar kilómetros, atravesando el bosque y lidiando con decenas de autos a mi paso. No, las a veces casi dos horas de trayecto no han sucedido en estas semanas. Fácilmente he dejado de pensar en lo tedioso y desgastante que puede ser, lo q no olvido e incluso ansío es la sensación de libertad al recorrer la carretera.
Mis días han transcurrido entre el mayor de los cansancios con jornadas impensables porque durante meses en casa hemos debido lidiar con el trabajo de oficina y también con las labores del hogar: limpiar, hacer comidas y lo más importante pero también lo más sacrificado: ser y estar como mamá.
Estos días me han dado el hermoso regalo de ver más a mis niñas; de que los besos al despertarlas sean más prolongados. No han estado exentos de las carreras de siempre, pero nos hemos unido en abrazos infinitos, inundados de amor y de algo que, aunque sucede todos los días, no deja de sosprenderme: mis hijas siempre quieren olerme.
Me abrazan y me huelen; me besan y me huelen. ¿Por qué lo hacen?, les cuestiono cada tanto. Es que hueles a mamá, responden a ojos cerrados con sus tiernas sonrisas. Tan primario y tan hermoso.
En contraste, mucho de este tiempo, muy a mi pesar, he estado sin estar. En esta contingencia he pasado horas confinada a la silla del comedor en donde me he instalado para trabajar. No, no me quejo. Para mi fortuna, tengo un buen trabajo. Pero como siempre pasa en la vida, o al menos en la mía, parece que siempre falta tiempo.
Ellas me llaman, gritan, pasan frente a mí, van por mí y yo no puedo. Tengo que entregar algo, debo correr a terminar algún pendiente en la cocina -siempre la cocina- y regresar a la computadora, al teléfono.
Un torbellino, pues, en que me he sentido culpable por no disfrutarlas más teniéndolas así de cerca. Qué vida la mía y la de muchas, siempre con culpas…
He procurado esconder mi frustración por sentir que no puedo con tanto, incluso cuando tengo toodo el apoyo de mi marido, sin embargo, ese sentimiento halla salida.
Me he enojado y pegado de gritos mucho más de lo que quisiera, aunque de inmediato pienso: no, no es esta la mamá de la que siempre piden más. A pesar del adverso panorama que tenemos por delante, me entusiasma la idea de que luego de tres meses en esta nueva realidad, lo esté haciendo un poco mejor.
Me preocupan muchas cosas pero habremos de seguir adelante, con la esperanza de que mi hija de ocho años no tenga que llorar más porque, como me lo gritó hace unas semanas, la casa no es para tener clases.
O que la mayor le quite la pausa a su primer historia de amor, cuando se reencuentre con el niño de la secundaria que dos días antes de que iniciara la contingencia le había pedido ser su novia.
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