En cuarto de primaria tuve dos muy amigues. Saltábamos los macetones, jugábamos a las traes, compartíamos el lunch. Dos niñas y un niño. No recuerdo que entre nosotres hubiera ninguna tensión romántica. Nadie quería ser novie de nadie. Recuerdo que en los grupos de las niñas, se sentaban a jugar a la comidita y a la casita y esas cosas y los niños a correr, jugar policías y ladrones, los súper amigos, juegos más físicos. Sí recuerdo que una de las niñas nos decía todo el tiempo: ¿pero quién es la novia de Ernesto? Nuestro trío a veces participaba de los juegos de los niños, los más físicos. Sospecho que fue el último período de mi vida en donde no era importante si éramos hombres o mujeres.
Luego comienza la diferenciación. Un ataque sistemático por todos lados para explicarte por qué no debes dejar que los niños te besen te manoseen, y eventualmente, no debes dejar que te hagan eso del sexo porque pierdes. Un maestro de inglés de la secundaria decía: cuídense, porque los chavos nada más quieren dejar su firma y ya.
Nos educan para el no y no es importante lo que queremos, lo que deseamos, cómo vivimos nuestra pulsión sexual, la atracción a las otras personas. Nos educan a que los hombres son esos seres de los que hay que cuidarse porque lo único que quieren es anotarte en su lista de triunfos. Entre menos menciones tengas en menos listas, eres más digna. Pero mi amigo Ernesto no era eso. Cuando éramos el Trío Galáctico, nadie quería ponerle la firma a nadie, nada más queríamos jugar. ¿Cómo educaron a Ernesto? Le habrán educado a que tenía que poner cuantas firmas se pudiera en esta vida y que esa forma de sometimiento lo hacía más hombre? No lo sé. Prefiero pensar que no, aunque se que lo más probable es que sí.
Miro a mis criaturas acicalarse para una fiesta y siento una gran responsabilidad. Porque ya sé que el mundo les va a querer diferenciar todo el tiempo. A mi hijo, el mundo le va a exigir que sea un pone firmas y la violencia se le va a hacer costumbre. O en el mejor de los casos, aprenderá a ser un hombre respetuoso y entonces aprenderá a firmarle de buenas a las dignas y de malas a las indignas y aprenderá que lo respetuoso es saber cuales son las dignas y cuales las indignas, pero va a ser muy difícil que aprenda a hablarle a todas las mujeres de su vida como iguales a él y a diferenciarlas por afinidades y diferencias de modos sin importar el sexo. Va a ser muy difícil que no ceda a la presión de mirarlas como las que le sirven para… A mi hija, el mundo le va a exigir que sea bonita, femenina, buena candidata para esposa, que sonría, sea linda, amable, cuidadosa y que por favor no se conecte con su deseo sexual porque la pone en peligro. Cómo le hacemos, me pregunto yo, para enseñarle a nuestras criaturas a sentarse a hablar de sexo entre sí desde que son más pequeñxs, de la misma manera en la que hablan de comida, juegos, sus vacaciones, sus familias, etc. ¿Cómo le hacemos para que nuestras hijas crezcan con sus deseos por delante y no sus miedos? ¿Cómo le hacemos para que nuestros hijos crezcan con sus deseos por delante y no la presión de generar miedo?
Porque además, lo peor del asunto es, que a esta forma de relacionarnos entre los sexos, le llamamos amor, le ponemos cara de flechazo y le tenemos un día especial que lo celebra con angelito nalgón y todo.
Pero ahora sabemos mucho del supuesto amor, que no sabíamos. Sabemos por ejemplo que al interior de nuestras casas es donde se está dando la madre de todas las batallas bajo el cobijo y el paraguas del amor. Sabemos que al interior de nuestras familias las mujeres están rompiendo el cascarón del sometimiento y muchos hombres están siendo golpeados por un sistema que no los deja ser más suaves, que no los deja en paz. Muchos otros caen y violentan y amenazan y someten. Muchas otras caen y vuelven a enseñarle a sus hijas que conseguir novio es lo más importante del mundo aunque ya sepan que no es cierto. Y en esta batalla por romper o perpetuar el mandato de género, se nos van desgajando las familias en el mejor de los casos. Se nos van muriendo las mujeres en los casos más extremos.
Mientras me siento a comer con una mujer que quiero mucho y su esposo, miro como él le dice todo el tiempo que no. Lo que ella dice no es cierto, lo que pasa es que ella es muy impuntual, lo que estás diciendo ni fue así, déjame te explico, es que ella debería de… No, no, no. Otra vez los no´s para las mujeres, aunque tengamos 50 años. ¿Cuánto tiempo falta para que nos quitemos de todos los lugares en que nos dicen que no?
Obsérvelo. Si es usted hombre, observe cuantas veces le dice que no a una mujer, cuantas veces nos alecciona. Si es usted mujer, observe cuantas veces lo recibe. A mi, con todo y mi cara de maciza y mi voz fuertecita, me dice que no hasta el portero del edificio de mi vecina que me indica que no estoy andando bien en bici, aunque soy una ciclista experimentada y nadie le preguntó.
Extraño ese mundo en donde Ernesto, Claudia y Ana Francis éramos tres criaturas de 9 años que saltábamos macetones en la primaria y no sentíamos diferencias.
Pero lo recuerdo. Recuerdo porque es imposible borrar el instinto natural de la igualdad. Porque la desigualdad es un absurdo que nos mutila a hombres y mujeres. Sí, me duele la desigualdad porque a Ingrid Escamilla la mato uno que también fue un niño de nueve años que lo enseñaron a punta de fregadazos a ser hombre y ser hombre mata. Me duele porque hay muchos niños de 9 años encerrados en los cuerpos de los hombres que terminan violentando y matando porque demuestran que son los más hombres y los cubren otros niños de 9 años que creen que eso es solidaridad y amistad y que con eso conservan una fraternidad que los hace más hombres. Me duele que tantos hombres sean incapaces de ver a su propio niño de 9 años. Me duele que no reculen y digan basta, ya no quiero más. Ya quiero volver a ver a las mujeres como mis pares, como mis amigas, de frente. Basta, ya no quiero enseñarles ni someterlas ni guiarlas a ningún lado porque al fin y al cabo aquí somos todes criaturas perdidas que lo que queremos es encontrarnos.
Y mientras tengo tan presente la memoria sensible de mis nueve años, miro a mis criaturas y le rezo a Simone de Beauvoir. Día con día, me digo. El mundo se cambia despacito, día con día, persona con persona. Y trato de encontrar idiomas y palabras distintas para decirle a mi hijo que su sensibilidad y gentileza son hermosas y decirle a mi hija que tiene razón, que el amor también se demuestra andando en bici y que no tiene que dar besos si no quiere.
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