Mucho tiempo fantaseé con un día descubrir un mensaje de amor sin remitente al revisar mi celular en la mañana, nada más despertar. Ayer esa fantasía se convirtió en realidad.
Tomé el celular en la penumbra al oírlo vibrar y alcancé a leer de forma borrosa un mensaje que decía “Te sigo esperando”. Intenté abrirlo sin ponerme los lentes y, sin querer, lo borré.
No alcancé ver quién me lo había enviado. La modorra matutina habitual se disipó al tiempo que me senté en un movimiento al borde de la cama.
Recordé en lo que decía mi maestro sobre los amores imposibles. Qué son hermosos porque son amores y fascinantes porque son imposibles. Eso sí, siempre y cuando los aceptes como tales.
Me vino a la mente la que fue mi entrenadora de natación, primero, y después mucho más. Una joven llena de entusiasmo con un hermoso rostro producto del mestizaje que podría perfectamente haber sido nombrada como La flor más bella del ejido en la Feria de las flores de Xochimilco. Comenzó siendo una historia de amor y se convirtió en un amor imposible cuando su deseo de ser mamá se cruzó con mi negativa a ser padre. Ahí se bifurcaron los caminos.
Tal vez el mensaje era de mi maestra de yoga, una guapa argentina más dulce que el dulce de leche, con la que estuve a punto de pasar a otra dimensión si no se hubiera atravesado entre nosotros el hombre de su vida: su bebé del que cuando supo de su embarazo se interpuso entre nosotros para siempre.
Todo el día lo pasé como en un ensueño, recordando gratamente amores que no se pudieron dar y que yo aceptaba con humidad y dulzura que así fuera.
Me fui a la cama pensando en una francesa de cabello dorado como el trigo que llegó una vez a hacer sus prácticas al periódico y que vivía con su novio que trabajaba en la embajada de Francia. A ella le regalé un libro el último día que estuvo en el diario, con una dedicatoria que decía: “gracias por la mejor historia de amor que nunca pudo haber sido”.
Me quedé dormido pensando en ella.
A la mañana siguiente me desperté sobresaltado por la vibración del celular. Otra vez tenía un mensaje. Esta vez no lo borré, me puse los lentes y leí con toda claridad: “¿Me vas a mandar el reportaje o no? Todavía te sigo esperando”.
Lo firmaba Cynthia, mi editora en Roma de una revista online de salud, a la que quedé de mandarle una historia y se me había olvidado por completo.
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